Opinión

A rajatabla

A rajatabla

Lo alcancé a ver en el asiento trasero de ese jeep color verde como de hojalata en la calle Damián del Castillo próximo a la Abreu, de mi viejo barrio de San Carlos. Por su nariz brotaba mucha sangre, pero él no se quejaba, más bien dormitaba debajo de una gorra de la que usaba Rolando Laserie. No lo vi pestañear ni moverse. Tampoco me atreví a molestarlo.

Desde antes de yo nacer en la cuartería se decía de boca en boca que era un tipo mañoso, que una vez se salvó en palitos porque la vieja Macaria, su abuela, conocía al general Ludovino Fernández, quien se lo devolvió, después de una golpiza, y advertirle que “la próxima vez que me lo traigan, no sale vivo”.

Aunque no tendría más de cinco o seis años, guardo grabada en mi memoria la escena de esos hombres cuando penetraron al fondo del traspatio por el callejón entre las casas de Gloria y Juanita y preguntaron por él. No presencié cuando lo apalearon ni tenía idea del porqué brotaba sangre por su nariz. Sólo recuerdo que no se movía dentro del jeep de hojalata y que sobre su cabeza tenía una gorra como la de Rolando Laserie.

Nadie dijo nada ni hubo aglomeración alrededor del vehículo, ni siquiera Mon, su papá, a quien no le quedó más remedio que entregarlo a esos hombres que preguntaron por él, un día laborable antes de las 7:00 de la mañana, justo cuando me preparaba con mi sillita de guano para ir a la escuelita de la profesora Juana.

Aunque no supe más de él, con el paso de los años he vivido con la duda de si de verdad era un tipo mañoso, lo que habría motivado quizás que el general Ludovino cumpliera la advertencia que le hizo a la vieja Macaria, de que no saldría vivo si lo llevan de nuevo ante su presencia.

Unos dicen que Ludovino cumplió su promesa; otros que quedó malogrado por las palizas que le infirieron porque dizque era un tipo mañoso, tanto así que habría pasado los últimos años recluido en un ranchito, lejos de la casa paterna, en Trujillo de Yuna, para evitar contagio.

Siempre me pregunto por qué esa gente se lo llevó a él y no al “maestro”, que vivía en la pieza de al lado, un hombre blanco, de ojos galanos, contable, que todos los días se restregaba en la boca cinco limones agrios después de exclamar ¡Abajo Trujillo!, ante oídos incrédulos de sus vecinos.

Para apresar y golpear a un hombre mañoso no se requería tanta aparatosidad, porque tan pronto Mon lo entregó, los cuatro hombres lo golpearon sin piedad, hasta hacerlo brotar mucha sangre por la nariz, como lo vi dentro del jeep.

Estoy en deber de reivindicar la memoria de Ramoncito, a quien los calieses del Servicio de Inteligencia Militar apresaron y dieron una paliza tan grande que murió malogrado, porque una noche repitió la proclama de ¡”Abajo Trujillo, coño!” Olvidó restregarse la boca con cinco limones agrios, como lo hacía su vecino, “el maestro”.

El Nacional

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