La niña y la monjita
Mi mujer no pudo contener las lágrimas y yo enjugué discretamente las mías, cuando observamos la escena de dolor y ternura en una sala del hospital Plaza de la Salud, donde una monjita haitiana que se quejaba cuando otra dominicana intentaba canalizar una escondida vena de su brazo izquierdo. La dama sufrió traumatismos en la cabeza y quebradura del otro brazo, al quedar sepultada por el derrumbe del edificio que albergaba una institución religiosa en Haití.
Una tercera monjita, que sobrevivió al terremoto del 12 de enero, servía de traductora entre esa ancianita tan parecida a la Madre Teresa y los médicos que le dispensaban trato de propia madre.
Pasó una eternidad antes de que la monja empapada de amor y ternura pudiera pinchar la arteria por donde sería introducido el líquido indispensable para la tomografía que urgía la paciente.
Todos en la sala, incluido yo, que esperaba por un procedimiento similar, nos entregamos en silenciosa oración o ruego al Altísimo para que la monja blanca encontrara pronto la vena perdida y la monjita haitiana no sufriera más pinchazos, que cada uno de nosotros sentía en el corazón.
Mi pañuelo no sirvió de mucho, cuando más tarde leí en Listín Diario la historia y vi la foto de la niñita haitiana interna en el hospital Darío Contreras, que perdió la visión a causa de los traumas sufridos por el devastador sismo.
Jennifer permaneció tres días debajo de los escombros de lo que fue su casa, hasta ser rescatada por brigadistas dominicanos.
No se diga que Haití sufre algún castigo divino, porque no lo merece, y porque ni todo el fuego del Apocalipsis alcanza para describir el holocausto haitiano, donde más de 200 mil seres humanos han perecido sin tener oportunidad para el arrepentimiento ni para poder conmemorar la eucaristía impuesta por Jesús en el Aposento Alto.
El jefe de la Minutah ha advertido sobre la urgencia de dar cobijo antes que se inicie la temporada de lluvia a más de tres millones de haitianos, cuyas viviendas fueron destruidas por el terremoto. Hay que imaginarse el estado mayor de caos que se desataría si dentro de unos meses otra tormenta llega a Haití como visitante indeseado.
Si se quiere saber qué significa tres millones de almas deambulando por las calles, sólo hay que recrear el barullo que se arma a la salida de unos cuantos miles de asistentes a concierto popular en el estadio Olímpico. Agréguese como agravante que esa enorme masa de damnificados está hambrienta y sin horizonte alguno.
Las buenas intenciones han sido infinitamente mayores que las monedas caídas sobre el canasto, lo que motiva reflexionar sobre qué será de Haití, cuando el manto del olvido vuelva a cubrir a las grandes metrópolis.