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Desde la época universitaria cuando iniciaba mis estudios de derecho en la Universidad Pedro Henríquez Ureña, hace ya casi 30 años, el recordado profesor Julio Brea Franco nos explicaba que, según la teoría general del Estado, éste constaba de tres elementos: el pueblo, el gobierno (el poder) y el territorio. Hoy día para el eminente jurista alemán Peter Haberle la cultura debe formar un “cuarto” elemento. Pero además cuestiona que en la tríada clásica no tenga cabida, como parte de la cultura, la Constitución, que a su entender, debe ser el “primer elemento” del Estado o, al menos, uno esencial.

En las últimas décadas la doctrina jurídica, sobre todo la europea, se ha ocupado de la “relativización” que ha operado en el concepto tradicional de soberanía del Estado, entendida esta como un “cheque en blanco” a los estados para organizar sus estructuras políticas y jurídicas sin ninguna injerencia externa. Esta entrega hará un breve análisis de la dimensión hacia el derecho interno de este proceso de transformación de la soberanía que ha conformado el actual “Estado Constitucional”, así como las consecuencias de esta modulación para adaptarse al proceso de integración a esquemas con vocación supranacional.

En su célebre obra El derecho dúctil (Trotta, 2009), el ex presidente del Tribunal Constitucional italiano Gustavo Zagrebelsky sostiene que, tomando en cuenta la naturaleza de las constituciones democráticas en la época del pluralismo (que sólo prevén las condiciones para facilitar determinado proyecto de vida común en vez de imponerlo), se “ha considerado posible sustituir, en su función ordenadora la soberanía del Estado (y lo que de exclusivo, simplificador y orientador tenía de por sí) por la soberanía de la Constitución”.

El lúcido jurista afirma que la idea de un Derecho creado exclusivamente por el Estado y puesto exclusivamente a su servicio, sea el Derecho Público interno o el Derecho Internacional, anclada ésta en la noción tradicional de soberanía de la “persona” estatal, en la actualidad “ya no puede reconocerse con aquella claridad como realidad política operante”, debido a ciertos “factores demoledores de la soberanía” que, desde finales del siglo pasado “actúan vigorosamente” como “fuerzas corrosivas” de la misma, tanto interna como externamente, a saber:        “el pluralismo político y social interno, que se opone a la idea misma de soberanía y de sujeción: la formación de centros de poder alternativos y concurrentes con el Estado, que operan en el campo político, económico, cultural y religioso, con frecuencia en dimensiones totalmente independientes del territorio estatal; la progresiva internacionalización, promovida a veces por los propios Estados, de “contextos” que integran sus poderes en dimensiones supra estatales, sustrayéndolos así a la disponibilidad de los Estados particulares; e incluso la atribución de derechos a los individuos, que pueden hacerlos valer ante jurisdicciones internacionales frente a los Estados que pertenecen”.

Si bien se mantiene el alcance jurídico internacional de la soberanía en su doble principio de igualdad formal entre los Estados y no intervención en los asuntos internos (art. 3constitucional), la visión “abierta” a la integración de la Norma Suprema “contradice el carácter absoluto del dogma de la soberanía estatal”. 

El Nacional

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