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Años fuera de la patria y la escritura

Años fuera  de la patria y la escritura

Vivir fuera del territorio donde uno nace, aporta además de una experiencia vital de vida, una perspectiva fabulosa sobre la existencia. No es lo mismo teorizar sobre lo que es el “exilio” desde el terruño y el ya amaestrado calorcito, que hacerlo bajo una nevada inclemente, con la presión de vislumbrar el final de mes sin tener con qué pagar “la renta”, escuchando un acento extraño, o quizás recibiendo una mirada de odio por tener color de piel distinta.

Viví alrededor de trece años en Nueva York. Mi partida no estuvo motivada por el aspecto ideológico o político, lo cual hubiese resultado bello para el colofón de una biografía, marcada por la grandeza o la epopeya. Estuvo relacionada con el estómago, la sobrevivencia, la búsqueda de poder perfilar algo sólido en términos materiales. La ilusión se dibuja de distintas formas, la geometría del alma es ingeniosa: una casita, una profesión, unos dólares con qué iniciar un negocio, marcan el trasfondo.

Mi madre “me pidió”. Llegué con una “green card” bajo mis sobacos tropicales. Soy el sucedáneo de una larga cadena que inició mi tío Chichí en los años 60, cuando los cañones de la guerra se cruzaban con las canciones sicodélicas de Los Beatles, y cuando la creencia popular aseguraba que los indocumentados dominicanos se atrapaban con un sistema que el mismo Sherlock Holmes envidiaría: pregonaban que se vendían plátanos, y los domini-can (perros dominicanos) salían a buscarlos, y los agentes de inmigración hacían agosto.

Soy un emigrante del hambre. La patera, la yola, el avión con ticket de clase económica, son la misma cosa. La cuestión está en aterrizar en el otro sitio, alcanzar aquella geografía que promete un paraíso, o que nos señala un bienestar con leves asteriscos. No estoy muy desconectado de ese africano de la patera que los españoles detienen en las costas y que hacinan entre el desconcierto y el asco, del quisqueyano de Guachupita o Barahona que tiene la osadía de cruzar el Canal de la Mona para llegar a Puerto Rico.

A fin de cuentas, como ellos, una lección aprendí de mi estadía en los Estados Unidos: cargué la guadaña del desarraigo siempre. No pasó un día sin que no me sintiera extraño. No transcurrió un segundo sin que me sintiera distinto. El tiempo no melló la convicción de que estaba allí de paso.

Esencialmente, nunca estuve allí. Y si estuve fue de la más superficial manera. Por eso entiendo tan a la perfección a Jorge Luis Borges cuando se refirió a su larga estadía fuera de Argentina.

Borges dijo que nunca vivió en Europa. Que jamás salió de Buenos Aires. De una tierna callecita. Los retóricos lo entenderán de un modo. En mi caso, la esencia de la frase me golpea, me revuelco en tan diestra sintaxis. Hay inmigrantes que nunca han salido de su terruño. El establecimiento y la construcción de Washington Heights fortalecen la tesis. Es un pequeño cosmos creado a imagen y semejanza de lo dejado atrás.

En el caso mío, que a mi condición de exiliado del hambre, unía la condición de escritor, tuve que adherirme más que nunca a mi lengua, que es la verdadera patria del ser humano junto a sus recuerdos.

De ahí que, asido a los recuerdos, garabateando siempre en mi lengua, yo nunca dejé la patria. En términos reales, era simplemente un escritor que vivía fuera, pero que en el aspecto esencial se vinculaba siempre con sus raíces.

Yo, como, otros escritores, era un escritor dominicano en los Estados Unidos. Escribía y publicaba lastimeramente en español. Situación distinta ésta a la de Junot Díaz o Julia Álvarez. Dos casos emblemáticos, pero que no representan en modo alguno la experiencia dominicana fuera de la isla. Partiendo del criterio de que la patria es la lengua, considero que al ellos escribir en el idioma de Shakespeare, de inmediato, lo desvinculan en términos espirituales de la patria. Una cosa es que ellos como escritores elijan temas dominicanos para sus ficciones. Eso hizo el escritor Mario Vargas Llosa en “La fiesta del chivo”, y eso no lo hace dominicano.

Lo que sucede es que rastrear el origen del individuo en aquella nación, es cuestión de marketing. Tiene importancia cuando se vive en un lugar como los Estados Unidos, donde para salir adelante hay que ponerse una etiqueta. El asunto es apandillarse. Que la identidad tenga, como la de Caín, un sello siniestro sobre la frente. Por eso, vale mucho el origen de Álvarez y de Díaz, son dos biscuit interesantes para el mundo editorial estadunidense.

Como tales los han vendido, y esto es independiente del valor artístico de sus obras.

Yo, que me marché a los Estados Unidos, que escribí en mi idioma, que me relacioné con mis pares y deambulé en su geografía ambientada de aires dominicanos, no puedo tener una experiencia similar a la de Álvarez o Díaz. La lengua en que escribimos crea el abismo.

Dos cosas me definen radicalmente: ser emigrante del hambre, y haber permanecido escribiendo en el idioma de Cervantes. Mi estructura sicológica y espiritual se mantuvo intacta, a diferencia de otros que ya escriben en inglés y asimilados por el establishment. A ellos, se les pone en la reseña de forma comercial y malévola, en una de las tapas de sus best sellers: “escritor estadunidense de origen dominicano”. A mí como habitante del fracaso, y socio perpetuo del anonimato, se me pone “escritor dominicano de la diáspora”.
El autor es periodista y escritor.

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