Opinión

¿Antihaitianismo?

¿Antihaitianismo?

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Uno de los sentimientos que esclaviza al ser humano es el odio. Por eso, cuando a veces escucho que nosotros odiamos a los haitianos, me inunda una cierta inquietud, la que me confunde y anidando en mí la dubitación de si será verdad que los odiamos.

La duda, desde luego, la enlazo por un motivo histórico: ¿cómo es posible que odiemos a los ciudadanos de un país como Haití, que antes de independizarse de Francia, padeció un oprobioso sistema esclavista que tiñó de rojo las Antillas? ¿Cómo odiarlos, si Haití logró una de las gloriosas efemérides del continente, derrotando al ejército napoleónico y rompiendo las cadenas que lo ataban a las plantaciones? Y es por eso que, tras la dubitación, se asienta en mí la noción de que no es odio lo que sentimos hacia los haitianos, sino una honda pena bordeada por el temor de regresar a un pasado oprobioso.

Sí, porque detrás de la pena que sentimos hacia ellos, se anida la aprensión de perder una dominicanidad que tanto dolor y sangre nos ha costado y que los tiranos que han dominado a Haití —junto a muchos de sus intelectuales—, se han empeñado en destruir, fomentando una agresiva animadversión hacia lo que representamos como nación.

Esas agresiones haitianas comenzaron el mismo año de su independencia, en 1804, con las persecuciones de Dessalines a todo lo que significara francés, incluyendo a los blancos y mulatos de aquel naciente país.

El odio llevó a Dessalines y a Christophe a incendiar nuestras principales ciudades en 1805, asesinando alrededor de diez mil habitantes (Gaspar de Arredondo, 1814), y posteriormente ser invadidos por Boyer, en 1822, dejándonos un brutal régimen militar de 22 años, en donde se ejecutaron expropiaciones de tierras, se impuso el servicio militar, se restringió el uso de la lengua española, se eliminaron nuestras costumbres tradicionales, prohibiendo a los habitantes de raza blanca ser propietarios de tierras y provocando que numerosas familias emigraran hacia Cuba, Puerto Rico y la Gran Colombia (Rodríguez Demorizi, 1955).

Asimismo los haitianos —que asociaban a la Iglesia Católica Romana con sus antiguos amos franceses— confiscaron la mayoría de los bienes eclesiásticos y deportaron a los clérigos al extranjero, lo que obligó a los restantes miembros del clero a romper sus lazos con el Vaticano. La Universidad de Santo Domingo, la más antigua de América, al carecer de estudiantes y profesores, fue cerrada.

Durante la infausta ocupación de nuestro territorio —y con el propósito de recibir algún reconocimiento de Francia—, Haití nos impuso enormes impuestos para pagar la indemnización de 150 millones de francos, que los galos habían exigido para reparar a los ex colonos, cuyas propiedades fueron confiscadas.

Dado que Haití no podía mantener adecuadamente a su ejército, las fuerzas de ocupación sobrevivieron confiscando alimentos y suministros a punta de pistola (Rodríguez D.). Fue en Santo Domingo donde la ocupación se sintió con más disgusto y allí se origin

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