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Apuntes de un viaje a Nueva York

Apuntes de un viaje a  Nueva York

Estaba ya arrellanado en el asiento del avión, al lado de la ventana. Siempre elijo esa posición, desoyendo aquel salmo que reza que desde ella todo se oscurece, pues con ello me evito parcialmente roces con pasajeros mal educados, o con niños que con vital impertinencia golpean el asiento sin que sus padres hagan el menor esfuerzo por detenerlos o corregirlos.

Me gusta hundirme en la comodidad de ir leyendo, dormirme de vez en cuando y que ni siquiera el llamado de la azafata para darme algo de comer, me interrumpa.

En esta ocasión el contratiempo que padecimos los viajeros del vuelo Santo Domingo-John F. Kennedy fue preocupante. (El avión no acababa de despegar. Nos abocábamos a un seguro retraso).

Es inevitable que cuando esto ocurre uno no pueda evitar pensar en los recientes aparatos que se han caído, en que una catástrofe aérea es un hecho que siempre merodea y que a todo viajero acecha.

Ya en el avión estamos a merced del azar, que puede llamarse una paloma que en su inocente vuelo entre en el tren de aterrizaje, un nimio desperfecto como una tuerca floja abra el boquete para una desgracia o hasta el leve descuido o la toma de decisión incorrecta de un piloto.

La vida del ser humano, siempre en picada, puede terminar con un descenso brusco o una explosión provocada por algo desconocido, y a esas alturas no hay salvación posible. Sin embargo, los pasajeros se mostraron muy comprensivos y tolerantes. Al avión en que viajaríamos se tardó aproximadamente dos horas en revisarlo antes de despegar. Eso hace que el botón de pánico uno roce. El JFK era nuestro destino. Un leve nerviosismo se levanta en el alma cuando uno sabe que ese enorme pájaro de hierro tiene un desperfecto y que en las manos del mecánico se encuentra para enderezar tan grande entuerto.

Salíamos a las 3:00 de la tarde y terminamos saliendo a las seis. El vuelo no fue cómodo. Las zonas de turbulencias provocaron nerviosismo, y máxime dos niños maleducados que nada más decían: “El avión se va a caer”, sin que sus padres no lo llamaran al silencio.
Yo pensaba que de un momento a otro se iría a pique el aparato.

Siempre tengo esa sensación, pero finalmente aterrizamos salvo y sanos en el JFK: Allí todo se desenvolvió más rápido. Se ha automatizado chequeo y todo, por lo que estuve en la calle rápido.

Cuando iba con el amigo que fue a buscarme me sentí extraño, padecí una sensación medio de desaliento y a la vez de felicidad cuando volví a reencontrarme con la ciudad de Nueva York, con aquellas avenidas tan llenas de vehículos y luces, pero que no sé por qué invitan a la desolación y a lo oscuro.

Para mí, que tenía un año que no volvía, siempre me da la misma sensación: aquí nada cambia. Las gentes y calles parecen haberse petrificado en el tiempo y en el accionar.

Pero al Nueva York que yo regresaba ahora era más invivible, inhabitable desde el punto de vista espiritual. De inmediato sentí que el aeropuerto Kennedy tenía más seguridad de la cuenta: policías celosos y con desarrollados músculos (el de sus blanquecinos brazos y los de la arrogancia) custodiaban el sitio.

Ni qué decir la decepción que posteriormente me llevé: en los trenes ya no pululaban los letreros que promocionaban a escritores famosos. Esos versos palidecían ahora ante cosas como “Si ves algo, di algo”. Un llamado al caliesaje. Una invitación a delatar al otro.

El terrorismo había ganado la partida, me di cuenta, una suave histeria, un miedo e incertidumbre palpitantes, se han apoderado de la mayoría.

No me gustó ese Nueva York. El otro tenía un encanto a pesar de lo terrible que era. La otra persona, además de ser un extraño, puede ser un potencial terrorista.

Atentados a Londres y París mantienen despabilados a las autoridades que tan eficientemente inoculan miedo al ciudadano.

Lo más triste de todo fue que me di cuenta que muchos amigos que han envejecido lo han hecho con su envilecimiento. La juventud y la lozanía, que en cierto momento son un consuelo, en ellos ya no estaban. Poetas, obreros, amigos, todos están hundidos de la misma forma: en el cieno más horroroso, ese que construye el exilio.

A algunos los ha jodido la cocaína, el antes flamante vicio del hombre blanco, a otros la rutina y la incesante lucha contra el hambre y el frenético buscar sobrevivir a diario. Todos van en el mismo barco neoyorquino, y están condenados a hundirse.
El autor es periodista y escritor.

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