Opinión

Arte y conciencia

Arte y conciencia

Nadie como José Ramírez Conde —Condecito (1940-1987)— asimiló las enseñanzas de Jaime Colson y Paul Giudicelli. Ni nadie, tampoco, ha entendido como él la importancia del discurso histórico del arte en tanto que parte sustancial de la lucha de clases. Y no era para menos, Ramírez Conde, Ramón Oviedo, Silvano Lora y uno que otro productor pictórico nacional han sido los únicos artistas plásticos en militar más allá de una simple membrecía en partidos verdaderamente izquierdistas.

Silvano Lora en el Partido Socialista Popular, primero, y luego en el Partido Comunista y Fuerza de la Revolución, después; y Ramírez Conde, por casi un lustro, fue responsable de todo lo que concernía a la propaganda y estrategia del Movimiento Popular Dominicano.

Pero, ¿de qué le sirvió a Ramírez Conde lo aprendido de Colson y Giudicelli; o para preguntarlo de otro modo: ¿sacó Condecito algún provecho de ese aprendizaje? Ramírez Conde no sólo absorbió las enseñanzas de esos maestros, sino que proyectó una evolución de esas enseñanzas y las esparció entre los pintores de su propia generación, los cuales estudiaban en la ENBA (Escuela Nacional de Bellas Artes).

Esa evolución, desde luego, contenía en su núcleo el compromiso de realizar un arte contentivo de lenguajes capaces de generar cambios para posibilitar una transformación en la interpretación social del arte.

Desde 1961 (cuando salió de la prisión trujillista) hasta el mismo estallido de la revolución de Abril, Condecito entabló una profunda relación con Silvano Lora, sin importar que ambos militaran en partidos de izquierda diferentes (MPD y PCD), un entendimiento que se entrelazó a través del movimiento estético Arte y Liberación, que formaron junto a Iván Tovar, Antonio Toribio y Manuel Bello Velardi.

De ahí, entonces, que Condecito se convirtió en un pintor apartado por completo del proyecto burgués de un arte comercial, en donde los objetos se convierten en valores de cambio.

Aún, y yéndome más allá de la simple especulación del valor cualitativo del arte, en Ramírez Conde supervivió hasta su lamentable muerte ese aleteo primario que impulsa a los verdaderos creadores en la producción de objetos pictóricos y que, definitivamente, están llamados a situarse más allá de sus propios tiempos, trascendiendo las esferas que rodean los contextos, e internándose en el imaginario de lo histórico.

Los productores como Ramírez Conde, cuando están impregnados de esos aleteos provenientes de las angustias y soledades que la comunicación social vomita desde las oscuridades del repugnante espoleo de la explotación, suelen impregnar sus obras de una estética cuya denuncia se aposenta en el escalón preciso en donde la historia funda los patterns diferenciadores de lo que trasciende como huella; o que, desde el ámbito de la acumulación, se destina a nutrir los desperdicios.

Porque es así como se articula, no sólo el escalafón de la conciencia cultural evolutiva, sino también como es posible vincular lo categórico —esa forma que permanece como testigo histórico— a la cronología que persigue la evolución humana como una marcha hacia la libertad total.

El Nacional

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