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Asistir a juicio en NY: experiencia inolvidable

Asistir a juicio en  NY:  experiencia inolvidable

Asistí en la ciudad de Nueva York a un juicio por corrupción contra un conocido político, y fue una experiencia aleccionadora y que jamás olvidaré.

Parecía sacado de una película. En primer lugar, desde que entré al recinto judicial me sentí bañado por un aire sagrado y de solemnidad que ofrece el aspecto de los jueces y que es ratificado por un silencio que recorre palmo a palmo cada lugar de la sala. (Muy contrario a los espacios donde se imparte justicia en el país, en los que se ha anidado el irrespeto y desparpajo del tigueraje y la bulla de los mercados).

La figura del juez estadunidense, la cual causa de inmediato reverencia y asombro, es de estudiar. Posee generalmente una cara adusta, orlada por una serenidad propia de sabio. Está sentado en su poltrona de manera muy sencilla.

El acusado ante el juez semeja una figurilla, es quien se ha empequeñecido, no porque es blanco de una posible condena o presumiblemente culpable, sino porque en su interior sabe que en manos de aquel hombre está su destino.

Los asientos parecen estar hechos de una madera centenaria, noble, propia de barco, que aguantarían sobre ellos años de lluvia. Son gruesos, anchos, largos. Sentado allí, a uno le da la sensación de que se hundirá, y más que todo que no puede moverse mucho. El mismo color de ellos da la sensación extraña. Están pintados de manera sobria.

Cuando al acusado se le pide hacer juramento de decir la verdad con la mano alzada, es tal el peso de ese acto, que uno puede ver en el aire que su mano tiembla, que la voz se quiebra porque sabe que no puede mentir, y sobre todo, tiene conciencia de que si una mentira aflora por sus labios y se le descubre, se hundirá sin salvación alguna. Estará irremisiblemente perdido.

En esa ciudad nadie está por encima de la ley, y nadie se siente al menos que pudiera estarlo en determinado momento.

Recuerdo que a ese juicio que asistí el acusado de malversar cientos de miles de dólares se declaró culpable. El peso de la evidencia era contundente, y sabía que obligar al Estado a gastar tiempo y dinero en un juicio, le conllevaría a él a una pena más grande.

El acusado bajó la cabeza. El juez entonces empezó el más hermoso de los discursos que yo he escuchado. Le recordó que le había robado a los ancianos, a los pobres, a quienes van a trabajar bajo la nieve, a quienes confiaron en él. Le enrostró también que había defraudado a aquellos que confiaron en él para dirigir la cosa pública. (En el país se tiene la creencia de que quien roba al Estado realiza un tipo de hurto abstracto. Se considera que el dinero lo produce el aire, y no que se le saca a la gente de los bolsillos).

En ese instante el acusado dejó escapar unas lágrimas. Casi se hunde de la vergüenza, pues allí estaba parte de su familia. Después de dictar la sentencia de forma vigorosa, el juez le da la oportunidad por última vez de dirigirse a quienes están allí presentes. Fue cuando el político corrupto reconoció su delito, y pide perdón.

(También muy diferente a lo que sucede en la República Dominicana donde los acusados desafían a la justicia, donde desacreditan a los jueces, y donde se muestran con una actitud de soberbia y de vigorosidad que no tienen ni los más honorables).

No hay pecado mayor de la corrupción, lo que lleva este flagelo entre su oscuras y asquerosas patas daña a mucha gente. Tengo la convicción a medida que envejezco que no hay nada más despreciable que un corrupto. Con razón el papa Francisco lo situó como el mayor de los pecados.

En el país, más que escuelas, centros educativos, edificios de relumbrón y fachadas enormes, hay que construir justicia. El presidente Danilo Medina debe saber que de no hacerlo no estará en definitiva dejando un legado contundente.

El Nacional

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