Arrástrame al Infierno
A simple vista, Arrástrame al Infierno parece una película más de terror necio y rimbombante, de escasas ideas, pero abundante sangre, de esas que en los últimos años encandilan a los teenagers recién graduados de adolescentes.
Pero aquí, se advierte desde el inicio, hay algo diferente. No es mucho, y al mismo tiempo, sí lo es. La historia, completamente plana y convencional, tiene sin embargo, un tratamiento distinto. Aquí hay visión y estilo que tiene nombre y apellido: Sam Raimi.
Mucho antes de la borrachera y el exitazo económico que ha representado la trilogía Spirer-Man, Raimi se dio a conocer en el cine por medio de la serie de horror Evil Dead, en la que patentizó su personalidad cinematográfica, al combinar con notable efectividad el suspenso y el terror con macabros toques de humor. Arrástrame al Infierno representa un regreso a esas raíces, puesto que la película se inscribe dentro de esa misma tónica y estilo, aunque el presupuesto de hoy es mayor que entonces. Raimi se ha tomado una pausa, mientras se prepara la cuarta parte de la saga Spider-Man, para tratar de recapturar los elementos básicos del género del terror, y estrujárselos al espectador, al mejor estilo gore, en pleno rostro.
El resultado es un film previsible, y al mismo tiempo perturbador; inquietante y terrorífico, y tan divertido como chocante y desagradable. Aquí abundan los sobresaltos y susurros, los vómitos y fluidos corporales, las amputaciones, moscas, sangre y otras repugnantes escenas.
Donde el director descarrila el tren es en el uso y abuso de los sobresaltos, las sombras fantasmagóricas y los apabullantes efectos de sonido. Algunos se sentirán de plácemes, y otros dirán que el revoltillo no vale la pena. La historia, que traza el descenso a los infiernos de una joven, oficial de préstamos hipotecarios, sobre quien una anciana gitana lanza una maldición, no es todo lo consistente que uno quisiera, pero concluye de forma digna.