Opinión

Congiendolo suave

Congiendolo suave

La librofobia criolla
Mi culto amigo el editor e historiador Orlando Inoa todavía se sorprende de algunas de las manifestaciones de la aversión libresca del dominicano.
Hace un par de meses tuvo la idea de añadir al letrero de su empresa la palabra librería, como una forma de vender algunos de los títulos que patrocinó.
Transcurrido un mes, entró un joven al local, y después de lanzar una rápida mirada escrutadora al mini limitado local, preguntó al ilusionado empresario: ¿tienen clips).

Unas tres semanas después llegó otra aparente compradora, quien se dirigió a la secretaria del escritor, con nueva interrogante: ¿cuáles tipos de cartulina venden aquí?

Conociendo la perseverancia y el optimismo del pequeño empresario, estoy seguro de que mantiene la esperanza de vender siquiera dos libros antes de que finalice el año.

Los escritores dominicanos lucen tan pesimistas con las ventas del producto de su azotea pensante, que más de uno ha publicado ediciones de cien ejemplares para regalarlos a parientes y amigos.

Un conocido poeta afirma que no publicará más obras, porque si regalara la totalidad de una edición solamente serían leídas por uno de cada ochenta destinatarios.
Recuerdo, frenando milagrosamente los lagrimones, que el primer volumen de mi libro Mujeriegos, Chiviricas y Pariguayos, tuvo una venta de cinco mil ejemplares en tres ediciones, y en un lapso de menos de dos años.

Un quebrado librero dijo que las ventas fueron tan reducidas en un periodo, que le cruzó por la mente la idea loca de sacar las obras de los estantes y colocarlas en sillas para que descansaran de su posición vertical.

Otro que está a punto de cerrar el negocio me dijo que instalará un negocio diferente a las librerías, pero que no sabe si será un motel, o un simple dormitorio.

Un conocido artista obsequió a una amante, con motivo de su cumpleaños, una obra de Mario Vargas Llosa.
Entruñando el rostro con una expresión que le robó parte de su encanto, agredió el oído del donante con esta frase mal pronunciada:
-Me hubiera gutao má un poloché, o una tualla que necesito.

Un colega publicó un artículo, en el que describía, ingeniosas salidas verbales de su primer nieto, de trece años de edad.
Recortó el trabajo periodístico, y se lo entregó al personajillo, y al pedirle su opinión al chicuelo días más tarde, su respuesta fue una certera puñalada al ego:

-Abuelo, yo no lo leí.

El Nacional

La Voz de Todos