Opinión

Congiendolo suave

Congiendolo suave

Casi nunca como son parecen
Desde sus días de la niñez, mi amiga prefería jugar con varones, desde los taquitos con bolas de vidrio, hasta béisbol rudimentario con pelotas de trapo. Cuando participaba en competencias de carreras con ellos, generalmente llegaba en los primeros lugares, por la velocidad de sus piernas, y su resistencia en las distancias largas.

Pero lo más notable era que a más de un representante del llamado sexo fuerte lo venció en peleas al puño.
Conocedora de su fuerza física, no barajaba pleitos, sobre todo con féminas, a una de las cuales le rompió la boca y la nariz, y luego le abolló un ojo a un hermano que la retó, buscando vengar el daño inferido a su pariente.

Debido a que ya metida en la adolescencia no se le había conocido novio, circuló el rumor de un presunto lesbianismo.
A esto contribuyó el aspecto machuno de la joven, de escaso desarrollo pectoral y brazos con bíceps pronunciados.
Como si esto fuera poco, al meterse en sus dieciocho años, y al igual que ocurre con sus contemporáneos del género masculino, su voz adquirió un tono abaritonado.

Algo que me confesó la acomplejaba era que cuando llamaba por la vía telefónica a alguna entidad pública o privada, escuchaba un dígame, señor al otro lado del hilo.

Algo parecido a lo que ocurría con mi amiga, pasaba con un morador de un barrio cercano al mío, cuyo protuberante nalgón originaba desde expresiones burlonas, hasta sonrisas y carcajadas del mismo tenor.

La vocecita del joven tenía visos de soprano, y como el tipo era conversador, rápidamente se le atribuyó tendencias plumiles.
De temperamento pacífico, se vio obligado en una ocasión a enfrentar a un hombre que le voceó ¡mariquita!.

Su estilo de combate se basó en trompadas con las manos abiertas, jalones de moño y arañazos, obteniendo buenos resultados, porque al ser separado de su contendor, este lucía como si hubiese sido víctima de un ataque gatuno.

Pero aquellos que presenciaron la contienda, luego comentaban el extraordinario parecido del estilo del jovenzuelo con el de las mujeres, y como era de esperar, aumentó la cantidad de aquellos que lo calificaban de cundango.

El final de este relato consistió en que sus protagonistas no solo vivieron aventuras heterosexuales que culminaron en matrimonios de la misma orientación, sino que a mi amiga el marido le puso el divorcio, presuntamente porque le pegó los cuernos.

Frente a estos casos, me vino a la mente el estribillo de una vieja guaracha que afirma: casi nunca como son parecen, y parecen como nunca son.

El Nacional

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