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Consecuencias del poder político dividido

Consecuencias del poder político dividido

Por Rafael P. Rodríguez
El Nacional
SANTIAGO.- Quien declara perdido todo poder que se divide formula una sentencia clara y sagrada.

Quien lo divide, con intenciones o sin ellas, cava una tumba política proporcional al grado de torpeza con que hace concreta esa posibilidad creíble.

El del poder es un juego circense y, pese a ello, no se le puede tomar a la ligera.

Los juegos de niños son recreaciones vitales de la pureza.

La política tiene otras emergencias más denotativas.

El poder suele ser idealizado por la gente llana, mitificado por fuerzas mediáticas y enmascarado por su realidad intrínseca que puede ser monstruosa o solutiva, solemne o desenfadada, cínica o riesgosamente sincera.

Lo explícito como formulación de los actos de poder no suele corresponder a todas las exigencias del Estado.

De ahí que se haya creado para encerrar esos actos críticos, que abren polémicas como grietas oscuras y dolorosas, la imagen del secreto de Estado.

La sinceridad total a prueba de fuego y de balas, del ejercicio de la política como cuestión químicamente pura, es imposible.

Todo político es actor y, al unísono, encantador de serpientes aladas. Algunos tienen la carpa, los leones, los contratos y el circo completo. 

Cuando la gente despierta y ve a quienes eligió para que ocuparan un orden jerárquico de primera importancia llamado Presidencia de la República suele ser demasiado tarde. Esa decepción se parece a las actuaciones de la burocracia investigativa que sabe de un crimen y se sienta a esperar a que le lleven las pruebas para atrapar a los culpables.

Que algunos sean actores de reparto y se crean estrellas de primera magnitud no es un problema específico de este arte y ciencia tan particular, tan lleno de sentimientos caóticos.

Con una investigación seria, sin el espíritu de impunidad que ha prevalecido en el país por centurias y como cuestión estructurada, a través de una política de verdadera transparencia en muchos casos se habría hecho prevalecer la justicia, instrumento del Estado que se encuentra atado umbilicalmente a los otros poderes, incluido el del Ejecutivo, que crea a conveniencia del momento, atmósferas, tormentas y tiempos despejados.

La política divide incluso a familiares entrañables. Y reencuentra como amigos del alma a enemigos que ni siquiera pagaron su cuota de responsabilidad en crímenes repugnantes.

El poder político, cuando incurre en esa dramática veleidad, se hace pasible de destejer una gobernabilidad de consecuencias imprevisibles.

Un ejemplo a pequeña pero significativa escala es el de Grenada.

Ahí la izquierda radical se consolidó en el poder en un momento especial de la historia.

Pero la radicalidad se pasó de cocción, casi como en Chile, cuando algunos olvidaron que la Izquierda Unida llegó al poder mediante el voto, no tras una revolución armada que deshiciera a sus enemigos y los desactivara, y sobrevino la catástrofe.

Nunca hay dos Estados, al menos en la sociedad política moderna, en un mismo territorio.

Por tanto, dividir al que está tiene que producirse por una razón poderosísima que escapa a la voluntad de sus élites políticas, como ocurriera en Santo Domingo en 1965, cuando un poder extranjero seleccionó a sus favoritos y los colocó, pese a su celebrada condición de héroes, en posición de enfrentamiento, vía la propaganda anticomunista en boga en aquellos días, a quienes demandaban una causa justa y urgentísima como era la vuelta de la constitucionalidad perdida y con ella la recuperación de las libertades democráticas ganadas al caer la tiranía.

El Nacional

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