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CONSECUENCIAS

CONSECUENCIAS

Raros  levantes  amorosos

Relato con frecuencia lo que me ocurrió con una hermosa muchacha de la cual estuve enamorado.

 
Corría el año 1949, yo andaba por mis catorce abriles, y era un muchacho flaco, físico por el cual quizás en parte la adolescente no me ponía mucho caso.

 
Una noche lluviosa, desde el zaguán de una casa situada frente a la suya esperaba que se produjera una “escampadita” con la esperanza de verla siquiera asomarse a su ventana.

 
El hecho se produjo, por lo cual salí de mi refugio, y fue entonces cuando escuché a mis espaldas una voz juvenil masculina, con esta expresión: tú me caes mal.
Al volverme, mis ojos vieron la figura corpulenta de un mozalbete, en la posición de combate que asumen los boxeadores frente a sus adversarios.

 
Si no hubiese reparado en que la muchacha seguía con interés aparente la escena, hubiera evitado el pleito, pero por precoz orgullo y dignidad varoniles me fajé a puñetazos con el fortachón.

 
Por la diferencia de peso corporal fui derrotado en la pelea, de la cual salí con la nariz sangrante.

 
Y no recibí mayor castigo físico por la oportuna intervención de un alistado del ejército, quien nos separó, para luego reconvenir a mi contrincante, por abusar de alguien más débil

 
Me marchaba cabizbajo y avergonzado, en dirección opuesta a la del robusto jovenzuelo, cuando sentí unos pasos apresurados detrás de mí.

 
Al volverme vi a la bella damita, y mi corazón inició una tanda de latidos veloces, que se tornaron más vertiginosos ante las palabras que brotaron de sus labios.

 
-Tú eres un muchacho valiente- dijo, dirigiéndome una mirada tierna, a la que siguió un sonoro beso en las mejillas.

 
Al día siguiente me entregó un papelito en el que aparecía la invitación a la tanda vespertina dominical de un cine, donde compartimos tiernas caricias cargadas de inocencia.

 
Fue el único intercambio romántico que tuvimos, porque alguien la chivateó con sus padres, quienes le prohibieron hasta asomarse a la ventana de la casa, cuando me observaban parado en la esquina de mi vistilleo.

 
Una de mis mayores sorpresas la tuve cuando me enteré que una muchacha de cuerpo generoso en declives curvilíneos, condiscípula de una de mis hermanas, se había metido en amores con un hombre de vida con mayor cantidad de hojas de calendario.
Lo raro era que a diferencia de lo que ocurre en este tipo de pareja, el afortunado caballero no poseía abundante carga metálica, ni ostensibles dones estéticos.

 
Picado por la curiosidad le pregunté al hembrón a qué se debía su inexplicable enamoramiento, y me respondió que a la compasión.

 
Sucedió que el apasionado pretendiente, al declararle su amor de rodillas en la acera de su casa, le juró que se iba a suicidar lanzándose al mar, si ella no le correspondía.
El cuarentón añadió que como católico sabía que eso lo metería indefectiblemente en la caldera del infierno, pero estaba dispuesto a soportar el ardor de la candela eterna, antes que el dolor de vivir sin ella.

 
El noviazgo terminó en matrimonio, que se mantuvo hasta que el hombre, ya con mejor situación económica, murió metido en los años finales de su edad septuagenaria.

 
Otra inusual conquista fue la de un amigo treintañero que siendo un miembro de la baja clase media, compartió mosquitero durante varios años con la cincuentona divorciada de un anciano millonario.

 
Este me informó que la dama repetía que desde la primera noche de sexo que tuvo con él, comprendió la veracidad de la frase que señala que en materia de romance, resulta mejor criar que enterrar.

El Nacional

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