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Cuando se va la juventud

Cuando se va la juventud

El hombre y la vejez

Hace unos años visité a mi amigo Vinicio Escobar vestido con una camisa de vistosos colores, algo que no es común en un hombre de vestimenta generalmente sobria y conservadora.
-¡Caramba, que babucha más juvenil!-exclamó mi enllave.
-Después que la compré, me arrepentí, y confieso que me da un poco de vergüenza ponérmela-dije.
-Ponte todo- respondió de inmediato mi interlocutor- que a nosotros los viejos todo nos queda bien, porque nada nos luce.
Mi viejo amigo y yo transitamos ahora por los inicios de los ochenta, pero entonces andábamos por los finales de los sesenta.
Los de edades avanzadas recibimos en ocasiones las burlas de los jóvenes, pero estos parecen ignorar que sólo hay una forma de no llegar a la vejez, y consiste en morirse a temprana edad.
Y salvo los suicidas, todo el mundo desea vivir muchos años, y no le da importancia al hecho de que no se llega a los ochenta, y mucho menos a los noventa, con atributos estéticos ni canillas ágiles.
Un dirigente político a quien entrevisté en mi programa televisivo me contó que ante una burla a su acumulación geriátrica que le hizo un jovenzuelo le devolvió con una respuesta grosera.
-Tengo la misma edad de tu mamá, porque cuando nos metíamos en los moteles, los dos andábamos por los cuarenta y cinco, y recuerdo que tu papá nos llevaba un año.
El incidente verbal se produjo en un supermercado, y llevó carcajadas a las mandíbulas de los clientes cercanos, mientras el rostro del cuerdero se tornaba tomataico, valga el neologismo.
Cuando somos jóvenes vemos muy lejanos los años de la senectud, pero al llegar estos, consideremos que lo hicieron de forma vertiginosa.
En días de adolescencia las muchachas de las cuales nos enamoramos, las vislumbramos en un futuro de pieles lozanas y carnes apretadas como en el presente.
Y de nada vale que las madres muestren en sus rostros los pliegues de las arrugas, en las extremidades inferiores el verdor de la celulitis, y senos haciendo frontera con el ombligo.
Como poco después de cumplir los dieciocho años comencé a practicar la natación y los ejercicios en las barras del Parque Ramfis, adquirí cierta dureza en mis músculos, aunque no mucho grosor.
Pero metido en los veinte me fajé con las pesas, y debido a que temía excederme en la cantidad de libras que levantaba, no pasé de tener un físico que mis amigos calificaban de “medianamente fuertecito”.
Vale la pena señalar que para destacar el pecho, los brazos y la espalda, usaba suéteres apretados.
Los músculos de la espalda llamados dorsales, en el argot popular dominicano eran denominados aletas, y los que los tenían bien desarrollados, los destacaban voluntariamente ejerciendo presión sobre ellos.
Hombres escépticos en materia romántica afirman que en el mundo de hoy las féminas manifiestan admiración por las anatomías de los automóviles de los hombres adinerados, al mismo tiempo que desdeñan las aletas de pretendientes forzudos.
Dice mi viejo amigo, el diestro escritor Ciro Coll que los hombres que sobrepasan los sesenta años de edad no despiertan miradas de mujeres jóvenes.
Y que cuando estas se producen, el viejo puede estar seguro de que se debe a que tiene cierto parecido con uno de sus abuelos, o del bisabuelo cuya fotografía de tamaño gigante cuelga en la sala de su casa.

El Nacional

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