Opinión

¿Cuánto vale un Cestero?

¿Cuánto vale un Cestero?

Para mí y para miles de amantes del arte pictórico, las obras de José Cestero no tienen precio, porque construidas alrededor de un principio eminentemente lúdico, desapasionado y sin las típicas contaminaciones mercuriales, las pinturas de Cestero almacenan goces y ternuras que se alojan en esa parte del cerebro que distingue y nombra lo estético, y nos llenan de todo lo que el pintor quiso transmitir en ellas, llevándonos más allá de las posibilidades imaginadas. La contemplación de sus obras, entonces, se torna —como enuncia Marcuse— en “una transformación de la conciencia”, ya que sin eludir la mimesis, subvenciona lo anotado, lo supuestamente copiado y lo torna en una imaginación trascendente.

Cada fragmento de la ciudad, cobra en las pinturas de Cestero evocaciones de los entornos salvados —sus entornos—, libres de todos los inventos que, como en el Joaquín Balaguer y el Leonel Fernández constructores, apabullan lo histórico para preservar lo medalaganario. Porque Cestero, lejos de inventar una ciudad ideal, reconstruye lo vivido, su infancia, sus rondas, y lo transmite a través de facturas refulgentes, combinando los signos archivados en su interior con el agradecimiento de haberlos gozado.

De ahí, entonces, a que este maravilloso pintor no explore ni reinvente un Santo Domingo inexistente, sino que lo evoque y lo transmita, subrayando en cada una de sus pinturas lo que Foucault entiende como “un conocimiento alojado en el hueco de un signo descubierto, afirmado, o secretamente transmitido” (1966).

La ciudad de Cestero es una redención del pasado y una teoría de la permanencia, donde trasciende lo estético. Por eso sus palomas vuelan en cada obra y sus guaguas de dos pisos son incapaces de polucionar el ambiente. Cestero también reivindica los sentidos del observador, del lector de su obra, con la incorporación de esa dimensión en que la realidad vuela y se transmuta a través de ciertas pinceladas que, a posteriori, determinarán en cada relectura de la obra posibilidades de goces diferentes. Y toda su obra Cestero la ha producido sin el menor asomo de comercialización, sin el más ligero pensamiento de cuánto le representará en dinero una pintura o un dibujo, por lo que su vida transcurre con el telón de fondo de una economía de cinturón apretado.

Actualmente, Cestero trabaja su maravillosa estética en improvisadas esquinas de la calle El Conde, a la vista de todos, o yéndose presuroso al lado de Daniel, el amable vendedor de libros viejos, donde se expenden ensayos de filosofía, novelas desechadas de las bibliotecas ancestrales, tratados de derecho francés y textos escolares declarados obsoletos por la abrupta llegada al país de la postmodernidad.

Desde esas esquinas, el Maestro Cestero imagina un Santo Domingo ideal: donde los fragmentos de una ciudad asaltada sobrevuelan entre palomas, donde los marchantes aún gritan mercaderías en desuso y donde los limosneros gimen sus desesperanzas. Y desde esas esquinas, Cestero sabe que todo lo que impregnará en sus telas tendrá el valor material para solventar un día de agonía. Por eso, la obra pictórica de José Cestero ha reivindicado la ciudad de Santo Domingo en metáforas visuales que trascienden lo meramente urbano, transformando su casco colonial en una estética de ensueño.

El Nacional

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