Opinión

Debatir es luz

Debatir es luz

Difícil concederle razón a un obstinado en contradecir la necesidad que tiene nuestra nación de que su democracia se cualifique, que deje de ser mentirilla piadosa para pocos que siempre ganan, y verdad terrible para tantos que siempre pierden.

En la determinación del nivel de madurez democrática, los procesos electorales constituyen una evidencia en una u otra dirección, para bien o para mal. Equilibrio en la competencia; igualdad en acceso a oportunidades; aplicación generalizada de leyes; control de gastos partidarios; financiamiento público y privado; respeto a los resultados y, lo más importante, la confianza que el proceso pueda generar en los actores.

Nuestros certámenes electorales, de tomarlos como referencia, evidencian lo mucho que nos falta para afirmar que disponemos de una democracia consolidada. Es innegable el progreso que hemos alcanzado en lo relativo a logística electoral. Un padrón bien depurado y confiable; una organización del evento para la que se dispone de los recursos necesarios; ágiles sistemas de votación; escrutinio electoral modernizado, e información a tiempo de resultados.

El problema se presenta en otras facetas, que se concretizan bastante antes del día señalado para la elección y que atañen a la contaminación respecto a la libertad en que se debe ejercer un sufragio de cualquier naturaleza, en los cuales, se supone, que quienes deciden lo hagan en función de razones no tanto válidas para ellos, sino para la colectividad de que se trate.

Los elementos a partir de los cuales una gran parte de la población se decide por una opción política determinada están muy influidos por la gran inequidad que caracteriza la competencia electoral en el país, y por un cúmulo de factores subjetivos que facilitan, a quien detenta poder, preservarlo. Competir en esas circunstancias, es casi quimérico.

Lo que prevalece es una campaña matizada por factores que en la práctica se convierten en las causas que impiden que la nación consolide sus instituciones y madure su democracia. En un contexto de esa naturaleza, debatir las ideas sería revolucionar el aberrante certamen comicial y dar un paso de avance hacia su cualificación.

No se trata de esperar que de un debate surja la fórmula que redimensione el ejercicio de la política, pero contribuiría a reducir espacio al circo penoso al que asistimos. Las razones por las que se elude son mezquinas. Siempre postuladas por quienes, en gesto que mezcla arrogancia con cobardía, se consideran por encima de los demás.

El Nacional

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