Como la muerte, como ese amor clandestino que nunca olvidaremos y que nos acompaña hasta la gloria o el abismo, frecuenta, con impunidad, nuestras horas de reposo.
Nos puede titular, con eficacia, la dicha efímera que siempre sobreviene, o dejarnos una lámpara, cuando más la necesitamos, una lámpara para siempre encendida.
Lo encontramos por lo común induciéndole reposo o atormentando aquellos sucesos intransferibles que pueblan las metáforas del soñador.
Aunque no solemos llevar una data puntual de su decurso, en ocasiones suave y dulce, en otras tormentoso y crucial, la mayor parte de nuestra vida se la dedicamos a esa ineludible deidad que parece anticipar la realidad e incluso transformarla.
Es el sueño un complejo y emotivo dios menor e imagen victoriosa del símbolo.
Tan poderosa influencia suele profesar en nuestro espíritu que incluso despiertos nos acompaña con delicia, en la forma de un recuerdo de infancia o un momento de amor.
Como una elusiva pompa de jabón multicolor, por igual, escapa en el aire pero nos deja una estela, de memoria desnuda.
Según Zambrano el sueño puede ser el germen de una obsesión, de cambio de la rea- lidad u obra.