Opinión

¿Dónde se perdió la razón?

¿Dónde se perdió la razón?

Cuesta entender el comportamiento de unos cuantos pensadores sin aproximarnos al “gremio” de lo que pudo haber sido lo más granado de la intelectualidad de los 70, más bien de los 80. Examinar esa época, con su reducido núcleo social, nos permite entender y describir la enorme brecha que hoy en día pone distancia entre aquéllos hombres de letras y estos menudos obreros del mundo digital, sin barreras, instruidos y preparados, que ya les han puesto cara a eternos “dueños de la verdad”.

La razón y el entendimiento se les ha ido de las manos para echar raíces entre los simples, contagiados apenas de sentimientos sin matices, donde lo que no es blanco es negro y lo que no es bueno es malo. Malos arriba y buenos abajo.

Los míos sirven, los otros no. Fantasías, fuego fatuo, juego pueril, cursilón a veces, en que caen incluso mentes sesudas, aunque parezca mentira, simplismo tomado de la gente de a pie, a quien sí le luce ser irreflexiva. Entre uno y otro solo cambia el juego de palabras que la erudición facilita a los de vasto conocimiento, no necesariamente inteligentes.

Ensimismados, religiosamente atrapados en su dios Manes, se aferran a la existencia de dos principios contrarios y eternos que luchan entre sí, el bien y el mal. El bien, por supuesto, es la premisa esencial de sus retóricas. Nada más divorciado de los procesos sociales, económicos y políticos con los que tienen que lidiar los hombres de Estado.

Pero el estudio de este discurrir es tarea de historiadores y científicos. Afortunadamente, Theodor Mommsen nos brinda una Roma de carne y huesos, y nos libera así de los extravíos y veleidades de Cicerón y Eneas. No haber sido parte de la historia pudo haber contribuido a la exactitud y precisión de su obra, aunque no tiene que ser así.

En el imaginario de estos pensadores –es lo que suelen escribir-, el candidato santurrón, vendedor de sueños y promesas, enfundados en un plan de imagen para consumo inmediato, se convierte en un demonio, de la noche a la mañana. La mudanza no es difícil desde su poltrona que se les antoja acicala en una moralidad fuera de toda duda.

Utópica, celestial. De ahí parte la simpleza e inutilidad de su trabajo. “Palabras, palabras, palabras”, apuestas, apuradas como todas las apuestas. Mejor dicho, se desnudan los que han hecho de sus postulados la más preciada mercancía en un mercado que siempre busca “un mundo mejor”. Charlatanes que encontrado su modo de vida. En todo caso, no escapan al reclamo de quienes llegan a enterarse de las equivocaciones o martingalas en que incurren, que para el caso es lo mismo.

Lo peor -¿acaso, lo mejor?- de todo es que tales veleidades, baratijas literarias muchas veces, son instrumentadas por aspirantes a gobernar, sin la menor preparación.

El Nacional

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