Opinión

El anuncio de TV (I)

El anuncio de TV (I)

Nacido a finales del Siglo XIX y creciendo rápidamente —quizás demasiado rápidamente— en las dos primeras décadas del siglo pasado, el cine no interesó a la publicidad sino a partir de los años comprendidos en la década del 30. No es preciso realizar ninguna disquisición exhaustiva para llegar a la conclusión de que el interés de la publicidad hacia el cine se centró en que, ya disfrutando de una cierta organización de la imagen —por parte de lo sonoro-verbal—, la construcción del mensaje publicitario como objeto material del proceso comunicante, aumentaría la descodificación por parte de los auditorios.

Era, entonces, un simple acto de aprovechamiento del acto sociológico de un espectáculo y su público, de un espectáculo —claro está— en que se imbricaba el resumen tecnológico de las casi tres décadas transcurridas del Siglo XX.

Porque es preciso apuntarlo, el aprovechamiento del condicionamiento cautivo (un auditorio encerrado por su propio deseo, a oscuras y presenciando la reproducción de una irrealidad con cierto “índice” —como enuncia Edgar Morin— “de una realidad suplementaria”, ya había sido explorado a través de diapositivas proyectadas en los entreactos. Una práctica disgregante del espectáculo en sí, ya que aunque utilizando el procedimiento de proyección, la fotografía maquinada del producto no “no confería a éstos la corporeidad de la efigie móvil”.

Así, el público sabía que la proyección de las diapositivas no era parte integrante del espectáculo e ideologizaba la reproducción mecanicista de los bienes de consumo proyectados. Desde luego, los años de la década del 30, en cuestión cinematográfica, involucraron para los fabricantes de bienes de consumo y de servicio un cine con colores casi naturales, además de maravillosas conexiones espectaculares: Buzzby Berkeley y la coreografía exuberante, un “western” con extraordinarios aumentos de la violencia, policiales producidos desde la óptica de delincuentes heroicos, el nacimiento de un cine negro de corte también homérico, los centelleos de una erótica-visual de solapados encantos y, quizás lo más importante, una codificación social a seguir apoyada en una ideología que el “new deal” rooseveltiano posicionaba en los EE. UU.: el bienestar.

Hollywood se convirtió, tal como la radiofonía entre mediados de los 20’s y comienzos de los 30’s, en el cañón ideológico mayor de la reproducción de la materia a vender: el bienestar. Aún no había llegado el 1945 y la expansión continua del capitalismo central, por lo que el cine pudo entrar, antes de esa fecha, en alguna que otra crisis, pero sólo para marcar derroteros en casi todos los niveles del espectro social.

La moda la marcaba el cine; la forma de conducir un auto la señalaba el cine; el corte de pelo era inducido por el cine. Y hasta si se usaba o no camiseta debajo de la camisa era condicionado por el cine. La publicidad, no había más remedio, tenía que integrarse al cine porque éste era un vector ideológico demasiado importante para pasarse por alto.

El Nacional

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