Opinión

El árbol de Navidad

El árbol de Navidad

Durante años los habitantes de ese territorio  mágico que se llama la Zona Colonial, esperábamos con curiosidad la instalación  del arbolito del año en el malecón, ese que convierte el símbolo fálico de Trujillo en una celebración navideña.

Lo más hermoso del arbolito no era el árbol en sí, ni el nacimiento, sino el hecho de que miles de familias bajaban de los barrios populares a verlo, y lo único que yo lamentaba en esos momentos era que la música fuera de merengue y que no se pusieran aguinaldos o música de época que le diera un respiro al bombardeo auditivo que sufre la clase trabajadora  desde que se levanta, con toda clase de vulgaridades.

Sugería yo por ese entonces que se cambiara la música, y que se tocara Noche de Paz, inclusive que se llevaran coros infantiles que a finales de tarde de los fines de semana tocaran el corazón de las almas infantiles mostrándoles que era posible tener un futuro distinto al de un pequeño ratero o delincuente barrial; que era posible soñar y redescubrir la belleza mas allá de las casas de cartón.

Es cierto que el diseño variaba para mal, porque había horrores.  A veces no sabíamos si estábamos frente a una pagoda china, o un árbol de Navidad, pero las luces se veían de lejos, como podía confirmar todo el que llegara por el Ferry desde Mayagüez, o el que avanzara hacia la Zona Colonial.

Por eso pregunto:  ¿No sería posible tener un árbol, un simple árbol de Navidad, verde, con bolas y luces de colores? ¿Por qué tenemos que, frente a las críticas, eliminarlo todo en vez de mejorarlo?

Los niños y niñas de la zona, y los y las de los barrios populares lo agradecerían, y también sus padres, sin dinero para poner en sus casitas, o casuchas un árbol de verdad.  Y lo mismo se aplica al desfile de los Reyes Magos, que esperamos con ansiedad cada cinco de enero, como si con ese desfile pudiéramos regresar a los maravillosos días de la inocencia.

Nunca dejan de conmoverme el pobrísimo vestuario, el enano inmortal, los burros que sustituyen a camellos que ya tenemos en el Zoológico y que algún día les demostrarán su existencia a los niños y niñas incrédulos; los famélicos gladiadores con sus espadas de  cartón piedra, y las odaliscas danzantes que olvidan que en esos tiempos no se bailaba a ritmo de rap.

Ah, y que no se cambie la ruta.  Como siempre los esperaremos en El Conde con Arzobispo Meriño, para no ver a los padres correr como locos, con sus niños a cuestas porque a algún bombero se le ocurrió bajar por la Mercedes, en vez de la Nouel.

Esto no cuesta nada, y tampoco genera ganancias, pero creo que Roberto Salcedo lo entenderá, y tendremos un árbol como Dios manda, y un desfile que haga sonreír a la niñez sin infancia que puebla nuestras  barriadas.

El Nacional

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