Reportajes

El caudillismo no aporta beneficios a la sociedad, a corto ni mediano plazo

<P>El caudillismo no aporta beneficios a la sociedad, a corto ni mediano plazo</P>

Poca o ninguna estela memorable ha derivado del duro caudillismo y  autoritarismo dominicanos.

 Unos, los primeros, intentaron anexar la República y otros lo lograron, no sin descaro y sin grave daño a la patria.

 Todos le causaron una herida irreparable a la identidad, a la soberanía y a los sentimientos más caros del ser nacional.

 Paredón de patriotas y cruz gamada de mártires sacrificados, el autoritarismo es una fatalidad imborrable de la historia nacional.

 De héroes primordiales, estos caudillos cruzaron, en razón de intereses espurios, hasta la turbia condición de bandoleros irrecuperables.

 Y nunca se sintieron, como Duarte, dominicanos.  Sus sentimientos siempre estuvieron donde había bienes materiales en  peligro inminente o amenazado.

 Su legado fundador es el  desprecio, apenas confesado, a esa condición de dominicanos, que sienten todavía no pocas destacadas figuras de la élite social.

 ¿Qué le dejó en realidad al país un Ulises Heureaux y otros que, detrás de él, desfilaron por los estrechos acantilados de la condición autoritaria?

 Herencia autoritaria, expresión de un hedonismo que no se detiene en las formas amuralladas del ego exacerbado.

 ¿Qué le trajo a la dura realidad política un “blando” pero ambicioso caudillo llamado Horacio Vásquez?

 Lo peor: la implantación  por Estados Unidos, sobre la marcha y sin pérdida de tiempo, del diseño, la logística y la realidad última y militarista de Rafael L. Trujillo.

 Trujillo, que se jactó de pagar la deuda externa, a qué precio obtuvo ese logro. Altísima fue la deuda de dolor, de tuberculosis, de muerte y de retraso en el desarrollo dominicano, pues le limpió las flácidas arcas a la mayoría de los dominicanos.

  El impulso de las obras desarrollistas no las pudo en realidad disfrutar el pueblo, atenazado por las peores crueldades que un ser humano pudiera soportar de un gigantesco régimen carcelario de 48 mil kilómetros cuadrados.

 En cuanto al envilecimiento casi generalizado, no hay antecedentes para equipararlo.

 Joaquín Balaguer, cuyo régimen fue una extensión con fachada democrática, del trujillismo nunca desplazado a fondo, tuvo una misión de choque, contrainsurgente y contra-revolucionaria.

 De ahí que uno de los fundamentos de su primer gobierno de 12 años fuera el desmontar los resabios, la mar picada dejada por la contienda de abril de 1965.

  El exilio, la cárcel, el asesinato selectivo de dirigentes políticos y de una generación de jóvenes brillantes que creían en el cambio, violento o no, como componentes de la contrarrevolución encapsulada en la consigna de la “revolución sin sangre” de Balaguer diezmaron las mejores mentes dispuestas a  devolverle el sentimiento democrático que había traído la caída de la tiranía en 1961 y que tuvo sus momentos de colisión contra los esquemas imperiales en 1963 con la  elección democrática, para inaugurar un período constitucional más o menos serio, y en 1965, para recuperar esa breve primavera, demasiado hermosa para ser cierta o al menos duradera.

 

El Nacional

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