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El color del temblor

El color del temblor

Una mujer que huele a brizna con verde. A copo de nube azul con tierra líquida, y paisaje urbano de fondo. A círculo de agua sabia con caracol tiznado adentro. A lápiz labial hecho de espuma o de sorpresa de luna y medio viernes caótico.

Es decir: una mujer entera, bajo un umbral decorado en sepia, resguardada por una copa de vino y un reloj antiguo. Viva para la ocasión donde la vida nos premia por los sinsabores, alejándonos del sin sentido.

Sucede que he llegado puntual a la Sala de Exposición con toda la estima del mundo. Me recibe –rozagante-, el entusiasmo de una de las mejores pintoras de la ciudad de La Vega. Su nombre: Arelis Rodríguez. Su manía: contar el aire.

Pero algo extraño pasa inmediato atravesamos el atrio que da al salón principal de la institución auspiciadora que no nombraré; Arelis Rodríguez, apenas me saluda, desaparece. Me asusto, pero sigo mirando. Sospecho que sigue ahí a mi lado,  hablándome de cultura y de los otros pintores de la colectiva, pero verdaderamente ha desaparecido.

Debo confesar que llegado al camino que despedran sus cuadros, me importa un bledo tanto su parla como su desaparición. Sus cuadros hablan mejor que ella de la magia de los descubrimientos. Cada trazo que miro hace desaparecer cada palabra que dice. Y en lo que a mi concierne, cada giro del color me revuelve sin retorno un nudo en la garganta.

Pienso entonces que quizás la verdadera función del arte ha de ser constituirse en presencia verdadera, al margen de su pequeño Dios creador.

Decir lo que no dicen las palabras. Lo que no pueden ni podrán decir jamás los hombres con las palabras. Hacer presentes los acentos invisibles que el espíritu doma. Darle vida exterior a los adjetivos indomables que el espíritu hace suyo. Saborear cada vuelta y sortilegio del lenguaje, como alimento imprescindible para el logro de la trascendencia y la feliz conquista del significado. Hacer “palpable” aquellas sensaciones, para algunos pobres amanuenses, simples escenificaciones interiores, vaguedades etéreas de la melancolía; que permanecen a oscuras, a expensas de las gravitaciones de la razón y las delicias del intelecto.

¿Y qué decir de las desinencias que proclama la tela?, ¿Qué argumentar sobre los extravíos que patentiza la pasión?, ¿Y qué especular sobre los diptongos y los vocablos en tránsito que los abrazos, las caricias y los colores rememoran y remontan?, ¿Qué decir de los viajes y qué hacer con los sueños que viven y rumian debajo de cada trazo, y al lado de cada movimiento?,

¿Qué dirá o hará la pintora, sobre o ante lo confesado por su cuadro, acerca de los besos que creyó lejos de cualquier conjura?, ¡Nada! Es de sabios callarse mientras se canta. Se pinta o escribe cuando simplemente no se puede decir o callar una herida. Ella canta porque su cuadro habla. Arelis Rodríguez quiere decir –aunque el espectador no escuche-, porque teme, no que sus telas “las desdigan”, sino que éstas –como todos los ángeles traviesos-, las delaten en sus maravillosos despliegues.

El Nacional

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