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El espíritu de competencia

El espíritu de  competencia

Como la mayoría de los jóvenes varones de los inicios de la década del cincuenta practiqué mucho el beisbol.
Las bases que me atraían eran el short stop y la segunda, las cuales jugué en numerosos partidos.

Desafortunadamente, esas son posiciones que requieren para su buen desempeño piernas veloces, algo que no poseía.
Como además me gustaba la receptoría, llegué a adquirir cierta destreza ejerciéndola durante cierto tiempo.

Junto con mi afición por el deporte del bate y la pelota era un lector apasionado de obras literarias.

Una soleada mañana en que jugaba con mis amigos del barrio de San Miguel en el campo deportivo de la universidad estatal, pasé la mayor parte del partido leyendo una novela del autor ruso León Tolstoy.

Ante esa actitud, Adriano Pichardo, quien ejercía de manager de mi equipo, me dio una breve lección, en la que enfatizó acerca de la obligatoriedad del espíritu de competencia en los deportes.

La carencia de espíritu competitivo fue una de las razones de mi abandono de la práctica de la pelota.

Esa condición no me ha abandonado a lo largo de mi añeja existencia, y creo que es el origen de una quizás excesiva modestia.

Durante gran parte de mi ejercicio periodístico me he dedicado a escribir sobre temas de humor.

Debido a que otros colegas han hecho lo mismo, en ocasiones en el mismo periodo muchos de nuestros lectores han intentado llevarnos por caminos de competencia acerca de nuestros escritos.

Afortunadamente, para mi profunda satisfacción, todos nos negamos a rivalizar, manteniendo una fraterna relación, prodigándonos reiterados elogios.

Es harto sabido que donde se producen competencias es en materia romántica, sobre todo entre las representantes del sexo bello.
Basta que uno o más hombres elogien ante una mujer a otra de sus congéneres para que, previa cara de enfado, broten de sus labios la enumeración de los defectos físicos o de carácter de la ensalzada.

Si el o los varones hablan de la esbelta figura de la fémina, podrían escuchar la descripción de sus piernas gambadas, su pechuga chata, o su nariz ñata.

Alguna dama feminista argumentará que entre los hombres ocurre lo mismo, pero está demostrado que se produce en menor proporción.

Y esto sucede con frecuencia disputándose de frente a una mujer, cuando ella parece inclinarse hacia el rival.
Entonces viene el forcejeo, que tanto puede ser el uso de la autocoba, o la minusvaloración del otro.

En situación semejante, si veo que la dama manifiesta mayor atracción por mi congénere, automáticamente me convierto en un aliado carente de espíritu batallador.

Aunque dicen que nadie es profeta en su casa, y que los casados son avaros para reconocer las virtudes del cónyuge, mi esposa Yvelisse hace mención frecuente de mi modestia. O más bien, de mi escaso, o inexistente, espíritu de competencia.

El Nacional

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