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El que falsificó la firma de Dios

El que falsificó  la firma de Dios

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Entre las razones que llevaron a Viriato Sención a apoyar al entonces candidato presidencial del Partido Revolucionario Dominicano, Hipólito Mejía, estaban que podía ser un buen Presidente, pues había sido un buen funcionario y que era un hombre de palabra. Corría el año 2000 y a la sazón nos invitó a formar parte a un grupo de escritores de ese proyecto. En mi caso, la confraternidad con el amigo y cierta inocencia me llevaron a darle el sí.

Visto en el tiempo, puedo decir que fue éste un movimiento riesgoso y arriesgado de su parte: se acercó al poder, hizo una apuesta. Lo hizo, claro por convicción, y en el fondo, porque Mejía había tenido un gesto hacia él: lo visitó en su humilde apartamento en El Bronx.

Desde aquella reunión Viriato quedó gratamente impresionado por el personaje, y no está demás decirlo, por ciertas promesas. Aclaro la verborrea incontenible no había estallado.

El escritor y el poder se cruzan, hacen una mixtura peligrosa. Se soportan, y se usan, de forma estratégica. El uso de la palabra en cada uno es distinta: el político para seducir y engañar, el escritor para crear sueños y belleza.

Poder y pensadores muchas veces no resultan en un buen maridaje. Cito heteróclitos ejemplos: Manuel Arturo Peña Batlle terminó obeso la Era (en todo sentido), Ramón Marrero Aristy siendo asesinado por el sátrapa Trujillo, Séneca terminó cortándose las venas y aunque pidió se le dejara hacer su testamento, se le permitió que acercara lo más rápido posible la cuchilla a sus nobles venas, para luego caer finalmente en un baño caliente.

En fin, merodear, enfrentar o llevar a la boca el pan gracias al poder, tiene sus consecuencias. Viriato debía saberlo.

Pero azotado por el gusanillo de la política, Viriato hizo los aprestos. Se la jugó con todo lo que ello implicaba. Recuerdo una reunión en el hotel Hywatt en New Jersey donde se terminó de cocer el asunto. Allí estuvimos Carlos Rodríguez, Juan Torres….y otros…

Aquel apoyo intelectual, unido a la publicación de un documento de intenciones, creo que tenía una fuerza simbólica. En medio de la jauría política del patio y el tigueraje de sus actores, ¿qué puede significar un puñado de pensadores, poetas e intelectuales. Luego las firmas y los apoyos de los intelectuales se pondrían de moda y ganarían dividendos.

Tanto el PLD como el PRD crearían sus sectas de escritores favoritos, su nómina perpetua de favorecidos, de botellas, que hasta hoy persiste.

El número que Viriato jugó, salió. Hipólito salió en primera en la lotería de las elecciones dominicanas. Al llegar el hombre de Gurabo una caterva de intelectuales aterrizaría en el Poder.

El poeta Tony Raful se sacó el primer premio: fue nombrado como flamante secretario de Cultura. Viriato, en términos reales, se sacó una colita. Fue nombrado como presidente de la Comisión de Efemérides Patrias. Viriato nombró a un equipo modesto, mínimo. Entre ellos el comentarista Juan Pablo Uribe, y el entonces comerciante neoyorquino y ensayista Andrés Merejo.
El joven funcionario Guido Gómez Mazara me ofreció un cargo, el cual rechacé, pues preferí volver a Nueva York. Opté por hacer caso a mi instinto y a mi destino: volver al frío.

El amigo Viriato se las arregló para desempeñarse como presidente de Efemérides Patrias. Era un cargo oscuro. Un cargo al que yo nunca le vi grandes perspectivas. No obstante, él no quería mucho foco. Eso me había confesado, y entendí de inmediato las más profundas y lógicas razones.

Su estrellato ya lo había tenido, y no quería en el fondo “quemarse” mucho. En la Comisión hizo un trabajo digno.

Al final de su mandato, lo saboreó todo. Decepciones y traiciones. Con cierto dolor me contó cómo alguien del equipo mínimo, a quien había apadrinado y apoyado, sabiéndose ya que se iba del poder, se confabuló, y como el barco se hundía, se montó en el tren peledeísta y se arrastró para seguir en el puesto.

Sención, hay que decirlo, no tenía linaje de depredador ni venía de una raza despojadora, ni lo deslumbraba el lujo. (En Nueva York nunca tuvo al dólar ni como Dios ni muchos como tótem).

Tan honesto fue que cuando salió del poder tuvo que irse a Nueva York y vender el apartamento para poder vivir dignamente y costearse el doloroso proceso de dializarse que se avecinaba.

Le acompañé en el proceso de su partida a Estados Unidos. Regaló su biblioteca, las cosas, ya empezaban a pesarle mucho. Entre los pocos textos que cargó estaban las obras completas de Jorge Luis Borges, de las que me dijo que “ahí estaba todo”.

Allá murió a su estilo. Sin doblegarse, echando hasta un coño en un momento que le faltó el aire y cuando los estertores de la parca empezaban a cruzársele. Mi amigo, el que tenía aún muchos deseos de vivir, el autor de Los que falsificaron la firma de Dios, no pudo falsificar un papelito para engañar a la muerte y durar unos años más en el reino de los vivos.

El Nacional

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