Opinión

El suicidio que no fue

El suicidio que no fue

Todas las piezas encajaban casi a la perfección para sustentar la tesis del suicidio. El disparo en la sien, el arma, la posición del cuerpo, el escenario. En este caso no se trata de uno de los misteriosos crímenes investigados por Sherlock Holmes, sino de la muerte del fiscal Alberto Nisman, quien acusó a la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, de encubrir a través de un pacto secreto con Irán a los responsables del atentado en 1994 en la sede de la AMIA (Asociación Mutua Israelí Argentina), que dejó 85 muertos y unos 300 heridos. De hecho, en sus primeras declaraciones la mandataria utilizó el término suicidio al referirse al suceso.

La tesis de que Nisman se quitó la vida quedó rápidamente pulverizada por los cabos que comenzó a atar la prensa. Hoy nadie cree en la tesis del suicidio, sino en que el deceso se trató de un homicidio. La jefa del Estado está entre quienes sostienen ese criterio, pero con la salvedad de que el crimen se cometió con el propósito de endosarle el cadáver a su Gobierno. La suspicaz muerte del fiscal, ocurrida un día antes de la comparecencia que tenía pautada ante el Congreso para exponer los argumentos sobre su tesis del encubrimiento, que también involucra al canciller Héctor Timerman, no solo ha crispado y dividido más a los argentinos, sino que se ha convertido en un escándalo internacional.

Ahora la muerte de Nisman, cualesquiera que sean los propósitos, se conecta con el todavía impune atentado contra la AMIA. El Gobierno y sus colaboradores más cercanos están convencidos de que al fiscal, que había advertido que podía terminar muerto por la dimensión del proceso, le colocaron pistas falsas. Y sospechan del antiguo jefe de operaciones de la Secretaría de Inteligencia de Estado Argentina (SIDE), Antonio Horacio Stiusso, en venganza por su destitución de un puesto en que había acumulado tanto poder, que en una ocasión provocó, por cruzarse en su camino, la caída nada más que del ministro de Justicia. El alegato del oficialismo deja mucho que desear, porque se supone que para acusar a gobernantes de encubrir terroristas a través de un pacto secreto hay que contar con indicios más que concretos. Nisman contaba con la suficiente experiencia como para caer en trampas con informaciones no verificables.

Descartada por todas las circunstancias que la rodean la tesis del suicidio, el Gobierno no deja de encontrarse en una encrucijada en cuanto al crimen. Es el principal sospechoso y por ende debe ser el más interesado en que todas las incógnitas se despejen y se establezca la verdad. Porque a Nisman lo mataron y los autores, materiales e intelectuales, trataron de borrar todas las huellas para presentar el suceso como un suicidio. Pero la estrategia no prosperó.

El Nacional

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