Opinión

El tercero de buena fe

El tercero de buena fe

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La buena fe resultó ser un cajón de sastre para la Cámara Civil y Comercial de la Corte de Apelación de San Francisco de Macorís, pues en la decisión que me mueve a escribir esta serie de artículos alegó que “no constituye razón suficiente que pueda oponerse a la acción en nulidad de la sentencia de adjudicación”. Se trata, sin duda, de una tesis sin tino ni rigor jurídico que gira alrededor de una interpretación voluntariosa de los textos legales que consagran dicho principio.

Gustavo Ordoqui Castilla, en su obra La Buena Fe, explica que se trata de “la creencia que tiene el sujeto de que la conducta que realiza es correcta… que legitima una titularidad en atención a la creencia con la que se actuó”. De su lado, Fueyo Laneri, eminente tratadista chileno, la define como el estado de conciencia que produce la convicción de que se “procede correctamente y conforme a derecho, siendo la realidad otra diferente.

En concreto, la buena fe subjetiva, también denominada legítima, refiere al estado psicológico del que cree estar en una situación regular o actuando correctamente y, en realidad, no lo está. Supone una representación errada de la realidad, la creencia en la apariencia de lo que no es. Supone una ignorancia, una creencia errónea excusable”.

De ahí que el indicado tribunal se haya extraviado en los Cerros de Úbeda al descartar la condición de tercero adquiriente de buena fe en razón de las irregularidades procesales imputables al acreedor persiguiente en el proceso de embargo inmobiliario.

Y a esa conclusión desacertada le sale Ordoqui Castilla al frente: “La creencia desde el punto de vista del que cree, es razonada, fundada y lógica en atención a los elementos de juicio a su alcance. El sujeto procede en correspondencia entre el creer y el actuar. Esta creencia en lo que no es, no puede ser culposa ni dolosa, y el derecho protege especialmente al que cree razonablemente en la apariencia que inspiró su confianza”.

Lo que pondera la buena fe subjetiva es la situación del sujeto, y por tanto, si creyó y actuó equivocadamente sin saberlo, tiene que ser amparado.

El referido autor vuelve a poner el dedo en la llaga: “Aquí no se valora una norma de conducta, sino el estado de conciencia o creencia del sujeto con referencia a su propia situación o la ajena, de lo cual deriva el derecho que el ordenamiento jurídico finalmente le reconoce”.

Y remata así: “Corresponde destacar que esta creencia o ignorancia de estar dañando el interés legítimo de un tercero, o sea, la conciencia de obrar correctamente cuando en realidad no lo es, finalmente es lo que excluye el carácter de ilícito de la actitud y opera como factor legítimamente… En síntesis, la buena fe subjetiva será entonces por ignorancia del derecho ajeno o por la apariencia de una relación presentada por otro que no responde a la realidad”. Continuamos la próxima semana.

El Nacional

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