Opinión

El vellocino de oro

El vellocino de oro

Todos mezclados y más de lo mismo. Estos nuevos argonautas no surcan los mares buscando el vellocino de oro, como Jasón y sus amigos. Procuran el poder sin desafiar lo establecido. Desfilan, más bien, en fila india, desechando opciones diferentes. Les asusta buscar entre los recónditos de la historia. Estamos, acaso, ante un cuadro decadente en el que se revela una descomposición que amenaza con revertir el orden vigente.

Privados de elegir lo mejor, los ciudadanos deben conformarse con las imposiciones. ¿Es que siempre ha sido así?  El liderazgo político y empresarial tiene la respuesta. Nuestra izquierda liberal se ha excluido de este proceso, atrincherada detrás de lemas y cerradas posiciones de  combate, lanza en ristre contra molinos de viento, esto es, frente a el “imperio”. Cayeron en la trampa de gastar sus energías en este círculo vicioso en que puede resultar engañosamente simpático, pero nunca puedes conseguir resultados provechosos. Fidel y Chávez emprendieron sus revoluciones tras alcanzar el poder. 

Aquí, con sus excepciones, el socialismo ha devenido de una ideología transformadora y sana en un instrumento de presión para que un puñado de dirigentes y agrupaciones logren insertarse ventajosamente en los juegos del mercado. Asumen un papel dual, disfrutando de las mieles del capitalismo sin despojarse de la careta de la izquierda. Constituyen, en ellos mismos, la mayor retranca en los procesos de avances de la democracia o en el surgimiento de un orden justo, socialmente potable. Caballos de Troya, conscientes del dañino papel que desempeñan.

Ir en busca del vellocino de oro es ser un revolucionario de verdad. Cabal.  Desde cualquier posición, sin importar el ala ideológica en que te sostengas -si es que aún podremos hablar de ideologías-. Se trata de descifrar una leyenda, ya sea la contada por Ovidio o la recurrida en discursos político de estos tiempos, amantes de la mitología clásica, como Balaguer.

Es el arrojo desafiando lo inexplorado, sin importar las oscuras fuerzas que retengan o se nieguen a entregar los secretos que conducen a la justicia social y a la libertad en el mejor sentido de estas ideas. Es empuñar espadas para encontrarlos o arrebatarlos,  con vigor y seriedad, sin abandonar la alegría juvenil. No es ser delfines de una élite empresarial para embriagarnos entre sus ambrosías y el vano oropel de las imágenes artificiales y fugases. 

El presidente Rafael Correa, de Ecuador, pudo haber sido uno de esos geniecillos,  yuppies de Yale, Harvard o MIT, que vuelven a casa con espejitos y arandelas para bañarse en oro,  vendiendo conceptos novedosos e impresionantes eufemismos. Ser uno de tantos irresponsables como esos. Sin embargo, prefirió volver a su patria con el vellocino en las manos para poner en práctica las verdades aprendidas allende los mares. Hacer una verdadera revolución. Encuentras en su actitud la esencia y el motivo de esta leyenda clásica. Aspiramos a cambiar, con estilo propio, la inútil fantasía que hoy vivimos aquí por las verdades  de Correa, convertidas en una  “revolución ciudadana”.

El Nacional

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