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En tiempo muerto

En tiempo muerto

Avelino Stanley, con la majestad de su sencillez y el filo de su incuestionable talento, narra en su novela Tiempo Muerto, Letragráfica, Búho, 2016, los padeceres de la etnia cocola de donde procede, en una secuencia narrativa sin desperdicio, amasijo de sufrimientos y maltratos aún irredentos, en el proceso de fabricar azúcar de la caña.

Tiempo muerto es otro testimonio como si fuese u n clon de Over, la primera narrativa del cosmos deshumanizado imperante en los ingenios azucareros dominicanos, y en cada trazo de su relato tan duro como la vida de sus protagonistas, evocaba a Ramón Marrero Aristy, talento singular, cuando redactó para la posteridad un testamento incuestionable de la vida en los bateyes.

Podría clonarse también algún día, padeceres análogos sufridos por los haitianos en los bateyes, porque son los cocolos y haitianos, no los dominicanos, los protagonistas de los trabajos tan duros que es un gemelo de la esclavitud con que el hombre blanco somete aún a la raza africana traída originalmente en contra de su voluntad a América por holandeses, portugueses e ingleses a laborar en las plantaciones azucareras en condiciones condenables y perversas, y en los Estados Unidos en las plantaciones de algodón del sur este y tabaco rubio de Virginia.

Provenientes del llamado Arco Antillano que son el rosario de islas pequeñas al sur de Puerto Rico, en este caso, de Saint Kitts y Nevis, posesiones que se enseñoreó Inglaterra sin que nadie le otorgara derecho de propiedad, como suelen proceder los poderosos, en la rebatiña de los imperios del siglo XVI por el hegemonismo y la geofagia en las tierras del Novo Mundo.

En diez conjuntos o capítulos de su novela de 157 páginas, tan escueta pero pletórica de costumbrismo, eso que se llama folklore, en el submundo de los ingenios azucareros, parecida a Over de 213 páginas, breve, pero profunda y reveladora sin la menor nube que impida la nitidez del tema central, la denuncia al abuso de un sistema explotador de producción que se diferencia únicamente de la esclavitud colonial en el albedrió del desplazamiento de sus protagonistas.

Avelino Stanley fecha el ingreso de los cocolos a RD para laborar en los ingenios azucareros en 1885, época dura en que gobernaba el país un negro llamado Ulises Heureaux, el terrible Lilís, hijo precisamente de una negra de Saint Thomas, Josefa Level o Lebert, pero que aumentó el éxodo voluntario a partir de la primera intervención de Estados Unidos en nuestro país (1916-1924), cuando aplicando el sistema de medición de tierras Torrens, se apropiaron de extensas áreas de terrenos en el Este, meollo troncal de la industria azucarera dominicana.

La vida en el batey, un saco de henequén como cama y de almohadas los brazos, tendido en el suelo duro, con el zumbido pertinaz de los mosquitos, el calor sofocante tropical, la ronda de las alimañas, se atenúa, no obstante, con el sopor del cansancio extremo, que es la mejor cama, como el hambre el mejor sazón, para volver al despuntar el sol a la noria de la jornada, de vuelta al batey al ponerse el sol, sosteniendo el estómago con un mendrugo de batata y arenque durante la jornada extenuante en el corte de la caña, que forma callos como piedras en las manos, no en el alma, que permanece incólume con la identidad bondadosa del cocolo, ó al borde de las centrifugadoras expeliendo el polvillo que cubre el cuerpo, se introduce por oídos, nariz, ojos y boca, un infierno de polución letal para las vías respiratorias, pero “eso es lo que hay, eso fue lo que trajo el barco”, y no hay de otra que proseguir, hasta que el cuerpo aguante.

“Porque trato es trato; trabajo es trabajo y con el deber hay que ser obediente”, una visión del quehacer biológico que proviene de los ancestros humillantes de la esclavitud.

“Allá, en Nevis, jamás me imaginé que iba a pasar situaciones como esta. Porque allá, mal que bien, yo podía vivir y dormir con comodidad”, pero el instinto razonado de una economía mejor, perdió el origen y concluyó con una utopía rota por el sufrimiento y el desprecio a los negros instituido por los blancos y secundados por los de su raza para escalar en el escalafón del mando.

Amasijo de culturas, Avelino Stanley refulge en el crisol de los bateyes, como un canvas de Nadal Walcot, donde convergen haitianos, guloyas, cocolos, dominicanos, en un aquelarre de explotación laboral, con los degradantes “vales” como “moneda de curso legal” y las condiciones infrahumanas de la vivienda, porque:

“Todos los cocolos son así, dedicados”, es decir, moldeados a un sistema de trabajo conformista, infrahumano, como infrahumano son los salarios y el entorno miserable que arracima seres humanos dignos de un trato menos rastrero, con la espera, al final, por seis años, de una “pensión” que no alcanza para cubrir la perentoriedad mínima de un día de sobrevivencia.

Porque en Tiempo Muerto, donde apenas si se consigue una “chiripa”, “Es la congoja de toda una etnia, el pueblo entero vino a decir como siente el dolor que los cocolos cargaron sobre sus hombros en cada una de las zafras azucareras.

Un sufrimiento que se hacía más insoportable cada vez que llegaba el tiempo muerto”, en el funeral de papabuelo, que es un mensaje subliminal del sepelio en vida de los cocolos en los in genios azucareros, conducidos inmisericorde en el “catafá” (catafalco), por la impertérrita avidez de lucro de los explotadores magnates blancos de los ingenios azucareros dominicanos, de ayer y de hoy.

El Nacional

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