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ENFERMEDAD

ENFERMEDAD

La absurda  hipocondría

 
Conocí en mis años juveniles a los parientes maternos de una noviecita que en su mayoría mostraban tendencias hipocondríacas, o sea, le temían a la muerte y a las enfermedades.

 
Todo ser viviente, incluyendo las minúsculas hormigas, posee el instinto de conservación, pero en seres pensantes como los humanos este adquiere a veces características absurdas por excesivo.

 
A la madre de la amada, en ocasiones hasta un ataque gripal, si entre sus síntomas mostraba temperatura febril, la ponía al borde de la histeria.

 
Y llamaba a los vecinos para despedirse, convencida de que estaba a punto de viajar al lugar desde el cual no regresan jamás los peregrinos, según los versos del poeta dominicano Héctor J. Díaz.

 
Una vez me dijo, estando solos en la sala de su modesta residencia, que le quedaban pocos meses de vida.

 
Y al preguntarle si sufría alguna enfermedad grave, respondió que no, pero que tenía el presentimiento de su muerte cercana, pese a que aparentemente gozaba de buena salud.

 
Y cuando sus palabras me provocaron una sonrisa seguida de una breve carcajada, añadió con cara seria, que sus presentimientos, tanto buenos como malos, generalmente se convertían en realidades.

 
Amante de los periodos navideños, desde los primeros meses del calendario afirmaba que las pasadas pascuas serían las últimas de las que disfrutó, porque no viviría hasta el mes de diciembre.

 
El padre de mi novia se burlaba de los episodios hipocondríacos de sus parientes políticos.

 
Cuando alguno manifestaba temor ante algún quebranto de salud, decía: no puede negar que es un miembro legítimo de esta familia de locos miedosos.
Un día me dijo que le estaba cruzando por la mente la idea de divorciarse, porque se estaba contagiando de la hipocondría de su cónyuge y su familia.

 
El tema de las enfermedades y sus remedios aparecía con frecuencia en las conversaciones de la numerosa familia.

 
-¿Saben ustedes lo mejor que hay para combatir los catarros? Un tecesito de hojas de las matas de toatúa, de esas que hay en el patio de la casa de cualquier vecino, que es lo mismo que decir que te puedes curar sin gastar un centavo- decía alguno del clan.
-Y también existe un cuchillo para la tupición de la nariz- afirmaba otro, sin reparar en que usaba una frase pleonástica-. Se trata del sebo Flandes, que aparece en todas las pulperías, hasta en las más pobres.

 
La idea de que los remedios caseros a veces son más efectivos que las medicinas patentizadas, las cuales llevan a la quiebra a cualquiera, surgía de pronto en un conversatorio de los “necrófobos y enfermófobos”.

 
No podía faltar entre estos hombres y mujeres en sus tertulias hogareñas los elogios o las críticas negativas sobre los médicos que enfrentaban sus enfermedades, o las de sus relacionados.

 
-Al doctor Pliclul no lo cambio por ningún urólogo de fama mundial- afirmaba alguno- porque hay que saber lo mal que me sentía con el problema grave de los riñones que tuve; entre otras cosas me ponía a orinar con muchísima dificultad, y con dolores que me hacían dar gritos que se oían en dos o tres cuadras, y él me curó en menos de una semana. A ese lo recomiendo yo con los ojos cerrados.

 
-Uno que no recomiendo ni a mi peor enemigo- aseguraba otro- es al matasanos doctor Obituariol, quien por poco se lleva a la tumba a mi compadre Procopio, con quien no pegó una. Si no es porque lo cambió por el médico Salvolo, estaría durmiendo el sueño eterno. Sabemos que hay médicos que curan, y los hay que matan.

 
La hipocondría es algo que quizás debería ser más frecuente, porque como dice el humorista Felipe Polanco (Boruga) los humanos sabemos que ninguno ha salido vivo de este planeta.

El Nacional

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