Opinión

Escritos apresurados

Escritos apresurados

Machismo feminista,  o feminismo machista
Desde que contraje matrimonio en el año 1970 con la combativa maestra, política e intelectual Yvelisse Prats Ramírez, ella fue poco a poco despojándome de los escasos prejuicios machistas que copié de mi padre.

Recuerdo que cuando nuestro hijo Milovan lloraba por cualquier motivo, le decía que los hombres no lloran, a lo que mi superior conyugal ripostaba.

-Eso no es verdad, mi hijo, llora cuando tengas ganas de hacerlo, porque es una forma natural de enfrentar los dolores y las penas. Eso que dice tu papá, lo aprendió en su casa, donde imperaba un ambiente machista -decía con aire doctoral la profesora universitaria, que bregaba en las aulas con alumnos rebeldes de ideas revolucionarias.

Una de las acciones de origen feminista que más revolteó mis heredados vestigios machócratas fue cuando enfrenté mi orfandad telefónica hogareña.

Una de las tres hijas de Yvelisse tenía una especie de adicción con el artefacto que hasta hace poco tiempo se atribuía su invención a Graham Bell.

La mayor parte del tiempo que no dedidaba a las tandas colegiales, las invertía en interminables conversaciones con familiares, amigos y condiscípulas de su centro docente unisex.

Yvelisse no alcanza la ortodoxia en materia de feminismo, comenzando porque nunca ha tenido a los hombres como enemigos, y una prueba irrefutable es que ha contraído matrimonio con dos representantes del mal llamado sexo fuerte.

Además, repite que le encanta que le abran las puertas de los hogares y establecimientos comerciales y médicos, y que le cedan asientos y lugares en las filas.

Como la mayoría de sus congéneres, mi cónyuge utilizaba las vertientes del espionaje telefónico para supervisar mis conversaciones, y una que otra vez la sorprendí revisando los apuntes de mi agenda.
Recientemente, al llegar a la puesta en circulación de la obra de un amigo escritor, notamos que el salón donde se realizaría el acto estaba totalmente lleno.

Y como tanto Yvelisse como yo recorremos octogenarias rutas de edad biológica, dos jovencitas nos cedieron gentilmente sus asientos.

Rápidamente mi esposa dio las gracias de forma efusiva y sonriente a las educadas damiselas, mientras yo permanecía de pies, ante aquella forma de resaltar mi carga geriátrica.

Una de las muchachas ocupó el asiento que me negué a ocupar, mientras mi fogosa compañera de mosquitero me lanzaba furibundas cortadas de ojos.

Y aquel gesto mío, que consideré una muestra de feminismo, todavía hoy la mujer a quien un juez civil convirtió en mi esposa, califica mi actuación de machismo exacerbado y prepotente.

El Nacional

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