Opinión

Ese mal consejero

Ese mal consejero

En los últimos días ha sido comidilla del mundo cultural el intento de utilización de una auditoría para el descrédito de una gestión recién finalizada. Mecanismo que parece estar poniéndose de moda a raíz del intento de Yolanda Martínez de desacreditar a Michelle Cohen utilizando unas notas preliminares, a ser confirmadas por la evaluada, para un producto final. Todavía la ciudadanía está esperando una explicación de la Cámara de Cuentas sobre la filtración (quién filtró el documento), las sanciones aplicadas y las excusas debidas a la Sra. Cohen.

Ahora se trata de José Antonio Rodríguez, quien en su gestión recibió dos veces el premio a la transparencia de gestión económica administrativa, logro muy publicitado por el organismo evaluador.
José Antonio, ya sabemos, es un cantautor, no un “intelectual” en el riguroso sentido de la palabra, aunque como también sabemos el alcance de una canción, o de la música, a nivel de las masas es incomparable con el de un texto, aunque de este se publiquen los mil ejemplares de rigor.

Y ese ser cantautor provocó reacciones de todo tipo cuando lo nombraron como ministro de Cultura, aunque los músicos, cantautores, pintores, dramaturgos y educadores son todos gestores de cultura y todos tienen el mismo derecho que un escritor o escritora de ser considerados como candidatos para ser ministros de Cultura.

En Brasil el primer ministro de Cultura de Lula fue un cantautor muy popular, y ya aquí tenemos el antecedente de Victor Víctor en la gestión de lo que es hoy el Ministerio. Por otra parte, todo el mundo sabe que el verdadero ministro de Cultura de este país, a nivel informal, siempre ha sido Freddy Ginebra.

Es por eso que la obsesión de algunos escritores, (encallecidos por su odio contra José Antonio), con desbaratar todo lo que hizo, (aun lo más positivo que fueron los proyectos culturales a nivel nacional, por concurso y estricto seguimiento y evaluación), seria inexplicable, si la histórica soberbia de algunos de esos escritores, cuya obra es desconocida más allá de los linderos de su biblioteca, no nos permitiera mirarlos con compasión.

Porque el odio es una pasión, y generalmente se basa en la envidia. “Esta@ tiene todo lo que yo no tengo, es lo que no puedo ser, tiene una suerte que yo envidio, bienes, amistades, amores, físico, fama”, y el envidioso o envidiosa se consume, dedica su vida y su accionar a lo que cree perjudicará a ese otro u otra, algo de lo que el otro generalmente ni se entera, o es indiferente.

Y eso debe conocerlo un ministro de cultura, para no dejarse manipular y desde luego, para no hacer el ridículo.

El Nacional

La Voz de Todos