Opinión

Eterno círculo vicioso

Eterno círculo vicioso

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 Mi papá me llevaba, siendo apenas un niño, a aquel circo deslumbrante que periódicamente se instalaba en Santiago. La atracción principal era el motorista suicida que, encerrado en una jaula redonda de hierro, hacía girar su estruendoso aparato en círculos tan veloces que resultaba imposible seguirlo con la mirada. Aquella maroma intrépida se repetía con tal frenesí, que mis ojos infantiles parecían, por la perplejidad, escapar de sus fosas.

 Esa circularidad interminable la he vuelto a rememorar a propósito de los cíclicos episodios que se crean en este país a causa de los desenfrenos constantes de autoridades que tienen en su peculiar manera de intentar permanecer en el poder y de estampar su nombre en la historia con oropel, el exclusivo objetivo al momento de delinear sus absurdas políticas de gastos públicos.

 Se trata de un círculo vicioso. A un período donde el dinero se extrae de donde sea y se despilfarra como si fuera la viruta de un taller de maderas, le sigue otro de incremento de impuestos, colocados de manera principal en desmedro de las frágiles economías de los menos pudientes quienes, de esa forma, deben suplir a costa de más privaciones, las apetencias de mandar de sus verdugos.

 Reformas fiscales, en su concepción integral, entendidas como abordaje responsable de los ingresos, de los gastos y su distribución equitativa, han sido implementadas en muy pocas ocasiones entre nosotros. Los gobiernos rehuyen, como evita el culpable el tema que lo incrimina, todo lo que implique racionalización de sus egresos e inversión prudente de los recursos públicos. Su escenario natural, el que defienden con garras felinas, es el del reparto antojadizo de los fondos y su colocación donde lo entiendan más conveniente a sus particulares propósitos, siempre distanciados de los colectivos.

 El más reciente de esos círculos viciosos se abrió en el pasado proceso electoral.

El patriarca se sintió desafiado en sus dominios internos por quien consideraba uno de sus vasallos, iniciándose un proceso de aplastamiento que no reparaba en costo porque la paliza se pretendía histórica para sentar un precedente que evitara la imitación del atrevimiento. Ahí empezó la nueva debacle.

 Luego vino el combate mayor. Las arcas públicas fueron abiertas de par en par para participar con ventajas competitivas en la subasta política criolla, donde se adquieren mercancías cuyo valor no sobrepasa los límites de una papeleta electoral. No importaba, lo que se perseguía era proyectar la sensación de adhesiones masivas a un proyecto que se percibiera como irreversiblemente exitoso. Son los espaldarazos más onerosos para la economía nacional.

 De nada sirvieron las advertencias de voces sensatas. Se hizo saber, en el fragor del dispendio, que de continuarse transitando la ruta de la irresponsabilidad, los efectos serían catastróficos.

Era previsible, desde entonces, que una grave crisis se avecinaba y que resultaba necesario tomar las previsiones de lugar para enfrentar el impacto que acechaba. Todo en balde. Las únicas razones atendibles eran las que giraban hacia el supremo propósito de imponer la reelección presidencial como fuere necesario.

 Luego vinieron los tiempos del pase de factura por los apoyos comprados. Eso implicó desparramar la saturada copa de la nómina pública. El líquido que lo hizo consistió en la multiplicación de secretarías inorgánicas; subsecretarías infuncionales; ayudantes que desayudan; asesores de nada; embajadores improvisados y comisionistas inescrupulosos.

yermenosanchez@codetel.net.do

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