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Hallazgos  y conflictosen  El  Tetero

Hallazgos  y conflictosen  El  Tetero

El Nacional
Como el efecto inmediato de un prodigio, algo del cielo se hace verde al llegar la excursión citadina de este año.

Son las cotorras que ensayan una lengua votiva y vuelan en bandada.

Otro prodigio no menor aguarda.

La cobertura boscosa montaña arriba se cubre de un pinar joven, surgido de las cenizas del gran incendio de años recientes. Parecía que el pinar no iba a renacer nunca.

La montaña estremecida por un vendaval de fuego se repone rápidamente en las estribaciones de Valle Nuevo.

El entorno recupera sus bríos y sus brillos.

Y mientras, permanece intacto el mito de los puercos cimarrones. ¿Existen todavía o no?

¿Cómo es que son tan clandestinos y tan escurridizos que nadie los ve ni siquiera de lejos?

No menos intrigante es la cerrazón de alguna gente del Sur que suelta sus vacas en este valle protegido.

Esos animales inofensivos e inocentes se engullen tranquilamente en una noche toda la ropa dejada fuera de una casa de campaña y todo enser que les llame la atención.

Además, se han ido reproduciendo dejándole al valle algunos becerros hermosos que juguetean por la sabana como su hogar.

Sin embargo, la ley prohíbe la actividad ganadera en los parques nacionales.

La obra del gran artista pre alfabético del Tetero que se atrevió a forjar un laberinto en una roca con la clara intención de que perdurara sigue asombrando por la precisión y por el arte sano que representa.

Es, al parecer, un esquema del valle con sus fuentes de agua, sus zonas despejadas y la imponente belleza del lugar, que era aún más hermoso en aquellos días.

El trote alegre de la mula se convierte en una sucesión de gemidos.

Cruza sobre una masa transparente que habla sin cesar sin emoción y sin respiro.

El pequeño río invade el aire con su decálogo.

Conocedor de su vulnerabilidad a los incendios, el pino guarda una reserva de semillas, muy bien protegida por una corteza resistente, en su tronco.

Cuando ocurre la catástrofe, éstas reponen el bosque. 

El universo es una memoria con mantos y estratos sucesivos. 

En las cercanías de La Cotorra las raíces del pinar se derraman en cascada sobre el camino.

En El Cruce, ganando ya algo del firme montañoso cubierto de una niebla transparente, los mulos se cruzan violentamente en una batalla muda por ir a Valle Nuevo en vez del pico, donde subir duele y más que doler, revienta.

En Los Tablones, anterior a El Cruce, en la ruta donde los manantiales conversan en un dialecto indiferente, puedes observar a un pequeño atleta de color azul pasión ejercitando su cuerpo sin molestarse por nada ni nadie.

Es alado, con unas alas hechas por la transparencia misma y, fiel a su condición, lo encuentras balanceándose sobre un delgado palo seco o hurgando en las orillas de las tumultuosas corrientes.

Debes saber que éste es el Scapanea frontalis, parecido al llamado caballito del diablo.

Es un caballo mágico y suelto, pequeño y valiente, sin bridas ni obligaciones contractuales

Esas criaturas modestas, los insectos del bosque, hijas del menosprecio del habla, cuya denominación la gente suele utilizar para el insulto, merecen el espacio que ya les otorgó natura, generosa, dulce y sin estridencias ni discriminaciones.

Su cabeza parece protegida por un casco azul que no es de las Naciones Unidas, ocupada en otros menesteres espinosos.  La hembra tiene las alas del color del ámbar reluciente.

Su abdomen es del mismo color intenso y su cola que se abulta al final como esos cometas que andan por el cielo sin domicilio fijo.

Después vienen unos señores excesivamente curiosos de las cosas del enigmático cielo, conocidos como astrónomos, y les bautizan sin ellos saberlo.

Vamos con el doctor José Díaz y su banda libre de miedos, en el trayecto al pico Duarte.

Unos se desviarán al valle del Tetero sin pecar de cobardes. Otros decidirán lo propio.

El caballito del diablo, o Simpetrum illotrum, debe ese nombre común a la intensidad del rojo que ha tomado su cuerpo como  un fósforo encendido y lo ha conducido hasta los lagos, los pantanos y los arroyos.

En el tórax porta dos manchas blancas que parecen una señal que lo distinguirá de otros parientes cercanos que se le parecen.

La joyería territorial es inagotable y en sus espacios te va a sorprender un pequeño brillante volandero, con alas en redes negras que se mueve con la prisa de quien ha dejado algo pendiente en alguna parte.

Es el Erythemis vesiculosa, que tiene la insegura fama de pertenecer como caballito a un diablo que no aparece.

Prefiere las aguas tranquilas de los arroyos en los que no hay el bochinche de los vendavales infinitesimales del bosque denso, dolido de coníferas que hierven bajo la candela o se congelan en el mes de diciembre.

Todos son caballitos que no han montado ni una hoja aleve, ni a otro insecto, salvo a la pareja, y ni les sorprende nada, atareados como andan en ser ellos mismos con los “instintos” a cuestas, esos atributos que delimitan la comprensión  de ese mundo de criaturas fluorescentes, cautivas de un espacio que no aman ni odian, donde incluso los dioses retroceden. Nadie los recuerda.

El Phylolestes ethelae es el gigante de la especie, endémico de Quisqueya.

Su variedad cromática es camaleónica: se viste del crema sugerente, el verde metálico, el rojo y el sólido bronce.

Posee una cabeza enorme dentro de lo que debe entenderse con esa denominación en un insecto, ama las aguas limpias y frías del alto cordillerano.

Otro al que el decorado más acabado de la moda no se le acerca siquiera en la armonía pictórica es el saltahojas o Cicadellidae, que se alimenta de la savia de las plantas.

Sus saltos no los equipara, en proporción a su tamaño, en impulso y  caída libre, el más consagrado de los atletas.

Ocurre, dentro de lo que sugiere el absurdo, que en  La Ciénaga de Manabao, antes de llegar al pueblo hay un río cuyas corrientes pasan sobre un pequeño puente, no por debajo.

Las esperanzas sobreabundan en esta estribación sonámbula. Tal vez por ello casi siempre se llega con éxito al destino.

(Memoria de la ruta al pico Duarte con la Fundación Camino Ecológico, 2009).

El Nacional

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