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Injustificada violencia

Injustificada  violencia

Como la mayoría de los niños y los adolescentes varones, tuve en esas etapas de mi vida afición por el boxeo. Por eso sentí una gran admiración por el púgil dominicano Félix Amado Gómez, que combatía bajo el nombre deportivo de Kid Dinamita, y que llegó a ocupar los primeros lugares en el ranking mundial de los pesos Welter.

Los muchachos de mi barrio San Miguel tuvimos la suerte de que el boxeador, un joven mulato de fuerte contextura, se enamorara de una joven del sector.

Como la casa de la atractiva muchacha era vecina de la mía, el deportista me utilizó como cartero honorífico en más de una ocasión.

Pulcro en el vestir, se le veía con frecuencia portando un volumen de la biblia, de la que citaba pasajes cuando conversaba con algún miguelete, lo que hacía presumir que era feligrés de una religión protestante.

Las visitas de Dinamita se efectuaban en los inicios del año 1948 y no duraron mucho tiempo, ya que abandonó de inmediato el cortejo cuando se enteró de que su pretendida tenía novio.

Seguí con atención a través de los espacios deportivos de la prensa escrita y la radio su trayectoria boxística.
Y sentí profunda tristeza cuando fue noqueado por dos boxeadores norteamericanos, primero por Freddy Dawson, y luego por Bobby McQuilar, en septiembre de 1948.

De este último knockout, sufrido en el octavo asalto en el Chicago Stadium, no despertó; pocas horas después murió en un hospital de aquella ciudad, donde fue conducido inconsciente.

Pese a la conmoción experimentada con el fallecimiento de Dinamita, continué dándole seguimiento a las peleas por títulos mundiales de las diversas categorías, sobre todo las escenificadas por ese glorioso campeón de los pesos pesados Joe Louis.

Pero cada vez que leía la información acerca del deceso en el cuadrilátero de un gladiador, en cualquier parte del mundo, recordaba al joven criollo que combinaba el deporte de los puños enguantados con la fe cristiana.

Y un día cualquiera asumí que no se justificaban las veladas de un deporte en el que muchos de quienes lo practican, cuando no mueren ejerciéndolo, padecen graves daños físicos y mentales por esa causa.

Desde entonces no le presto la menor atención al boxeo, con la consiguiente burla de fanáticos, y hasta fanáticas, del llamado deporte de los coliflores y las narices chatas.

Otro llamado deporte con el cual no me identifico es el de la pelea de gallos, por la inhumana crueldad que exhibe con estos valerosos animales, que pelean hasta morir.

Se sobreentiende que, como me ocurrió con el boxeo, en la niñez y la adolescencia, contemplé y hasta disfruté de una que otra lidia de estas aves, pero luego me alejó de ellas la entrevista a un gallero que vi en un programa televisivo.

Este describió detalladamente las heridas que se infieren los gallos en sus combates, y las consecuencias que de ellas se derivan.
Relató, con asomo de risueña expresión en el rostro, que cuando el ave recibe un espolaso que le perfora el pulmón, comienza a expulsar sangre desde el órgano.

Cambié rápidamente de canal, y actualmente evado cualquier conversación sobre el pasatiempo del pico y las espuelas.
Hace ya varios años, en que en compañía de mi esposa Yvelisse visité la capital española, y recibimos la llamada telefónica de un compatriota amigo, quien nos dijo que nos visitaría casi de inmediato en el hotel que ocupábamos.

Cuando llegó, después del saludo de rigor, depositó en mis manos un par de boletas para una tarde de toros que se celebraría el domingo próximo.

No simpatizo con el espectáculo taurino, pero hubiera constituido violación de una regla elemental de urbanidad negarme a aceptar el obsequio de forma franca y directa.
Como en parecidas ocasiones anteriores, apelé al sentido del humor ante el generoso donante, diciéndole mientras le devolvía las boletas:

-Te agradezco el gesto, pero si asistiera al estadio, correría el riesgo de ser agredido por los espectadores, ya que lanzaría gritos de simpatía hacia los toros, y contra los toreros.

Con sonoras carcajadas frente a mi ocurrencia, el amigo guardó las entradas en uno de los bolsillos de la hermosa chacabana que lucía, y luego no habló sobre el tema.

Por lo expresado en este artículo algunos lectores me considerarán un hombre de carácter débil.
Pero como todo humano octogenario, he tenido que enfrentar muchas situaciones difíciles.

De algunas de las cuales he salido vivo milagrosamente.

El Nacional

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