Opinión

ISLARIO

ISLARIO

Bidó tiene una paloma en las manos y antes de que se le escape el duende escondido que chorrea en secreto bajo lo  blanco-grisáceo de su plumaje,  fija su imaginario en el viento y pone a danzar un par de colores nobles por encima de la ternura de un macetero piel de ladrillo.

Es jueves en la tarde, y una negra dulce y encendida -“retinta”, escribiría Nicolás Guillén-,  respira hondo bajo una bata de dormir transparente que ha de servirle de templo u oráculo a un cuerpo fascinante.

Abre los brazos al cielo -la negra, el pintor, la muchacha, el poeta, la paloma-, y descubre sin temor al misterio, que el corazón de su creador es del tamaño del aire.

El que mira reposa sobre un acento invicto. Invencible. La que lo  siente escapa. Ilumina la que murmura. y la que sobrevuela la isla  entera, grita que el amor que Bidó ha sabido pintar, puede tornarse azul, irsurgente, eterno, rayo, maravilla.

No es cierto aquello de que “nada podemos hacer contra la muerte”. La muerte no es ni puede ser  la única verdad. Belleza y verdad se vuelven simbolos de lo eterno, cuando  habitan en las manos grávidas del que crea.

Nuestra vida cobra sentido cuando advertimos que el valor de lo humano radica en la conciencia de saberse esencia y destino de un gen bondadoso, que ha sabido    -para justificar la brevedad de su discurrir-, tender  puentes de redención y utopía, para el desarrollo de la creatividad y la realización del anhelo de nuestro semejante.

Bidó es museo, plaza, muchacha, paloma. Su obra  es una asonada lírica contra la vulgaridad y el facilismo. Es cotidianidad henchida de  significación y permanencia.

El Nacional

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