Fue la Iglesia Católica la que clasificó los pecados en las primeras enseñanzas del cristianismo. La idea primera fue la de educar a sus simpatizantes sobre los preceptos morales de su doctrina, para luego categorizarlos, según su trayectoria vital y desenlace particular.
Si recordamos que el pecado ha sido definido como una palabra, un acto o un deseo contrario a la ley eterna, debemos subrayar el hecho de que los creyentes católicos lo han dividido en dos categorías específicas: el pecado venial y el pecado mortal.
El llamado pecado venial, corresponde a las faltas menores, y según la doctrina de la iglesia de Pedro, puede ser perdonado a través del Sacramento, que es, como se sabe, un signo sensible instituido por Cristo, que comunica la gracia.
El nombrado pecado mortal, adjetiva las faltas graves que destruyen la vida, y van en desmedro de su esencial gracia espiritual.
Estos, crean la amenaza de la condena eterna y sólo son absueltos mediante el sacramento de la penitencia, o son perdonados después de una perfecta contrición de parte del penitente.
Mas, en su acepción clásica; ya veniales o mortales, todos los pecados del hombre desde su primera aparición sobre La Tierra, han sido numerados y denominados.
Siete, es el número de su clasificación. capitales, la denominación común.
Así, Los siete pecados capitales son: la Lujuria, la Gula, la Avaricia, la Pereza, la Ira, la Envidia y la Soberbia, pero en la vida real-real, hay un octavo pecado capital; recurrente, inconfesado, mal disimulado y cotidianamente cometido.
Me refiero, queridos amigos, al terrible pecado de la Indiferencia.