Opinión

Javier en Ellis Island

Javier en Ellis Island

Dos siglos después arribo. He vuelto a conmocionarme con la Estatua de la Libertad y su rostro fruncido, aunque sé que no nos permitieron participar en su inauguración a pesar de que he sido yo, Lazaria, quien escribió el poema: “Dadme vuestros cansados, perseguidos, miserables del mundo”.

Noto que mi maleta no pesa tanto como esos baúles en exhibición a la entrada de Ellis Island. No recuerdo ahora qué cargaba que pudiera pesar tanto. De seguro toda mi niñez y adolescencia en los miserables barrios judíos de Praga, o en cualquier ciudad de la entonces empobrecida Europa, esa que hoy se defiende con leyes migratorias olvidando que siempre fue una mujer migrante.

Allí estoy en esa foto de muchachas, a quienes obligaban a casarse, al llegar, con hombres que nunca habían visto antes, para poder entrar a esta nación que imaginábamos un paraíso de libertad. No sé quién es este señor que me negocia para un servicio doméstico que incluye la cama. La prostitución es la prostitución aunque se esconda tras una licencia de matrimonio.

Y allí estoy en aquella otra foto, rodeada de mis hijos en un cuartucho miserable, trabajando de siete y media dela mañana a nueve de la noche por un dólar y cincuenta a la semana, que después de nueve años nos subieron a seis dólares. Mi hijo mayor murió de tuberculosis en esos años y la menor de anemia crónica. Nadie dijo que acumular capital a expensas de la vida ajena fuera algo glorioso.

Y allí, allí, y allá estoy, me redescubro hasta que tropiezo con la mirada de Javier en brazos de una virgen de Botticelli de veinte y tantos años, que ignora a quien carga.

Lo han llevado a la Estatua de la Libertad (el, que ya estuvo conmigo durante el primer viaje) y luego a Ellis Island, por donde pudo atravesar todas las fronteras. Allí está su foto con un enorme número 35 colgado del cuello, pero ella y él no lo saben.

Se les ha olvidado traer la pequeñita bandera norteamericana que ondean, con inocente sonrisa, todos los niños del barco. ¿Cuántos de ellos sobrevivirán las 16 horas de trabajo forzado? ¿La muerte temprana de sus madres? ¿El absoluto e irritado cansancio de sus padres?.
Vuelvo a los ojitos de Javier ahora ocupados con una jirafa blanca de plástico que su madre hace sonar para que este ensaye una sonrisa que a su edad (apenas cuatro meses) es una mueca involuntaria.

Dispongo apenas de diez minutos para el reencuentro con este bebé cuyo destino ignoro. La vida un soplo, el amor algo que nace y renace de olvidadas memorias. Un compasivo Alzheimer.

El Nacional

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