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La casa de la última cena

La casa de la  última cena

Jesús llegó a Jerusalén con el ánimo tenso, no obstante el recibimiento que le tributara una multitud que le salió al paso blandiendo ramos de palmera y de olivo, a la vez que gritaba: “Bendito el que viene en nombre del Señor”. Sabía lo que le esperaba, lo cual poco habría de importar para su condición divina, pero la naturaleza humana le reclamaba “si es posible pase de mí este cáliz”.

Días después se celebraba la fiesta de Pascua, que era costumbre y ley para los judíos. Tanto el Maestro como los discípulos andaban lejos de su lugar de residencia y el primer “día de los ácimos” los encontraría en Jerusalén. De ahí que los apóstoles, turbados de incertidumbre, inquirieran acerca de qué iba a pasar con la cena.

Desconocían la carta que guardaba el Galileo bajo la túnica. Designó a Pedro y a Juan para que visitaran un contacto que tenía en la ciudad y quizá por no decirlo delante de Judas, de cuyo transfuguismo ya se sospechaba, les dio las directrices con absoluta discreción.

Marcos (Mc 14,2-15) refiere que Jesús les dijo: «Vayan a la ciudad; les saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; síganlo, y allí donde entre, digan al dueño de la casa: “El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?” El les enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; hagan allí los preparativos para nosotros.»

Este relato indica que el aguatero era una contraseña. Otras traducciones indican que Jesús describió la sala como “alta, grande, alfombrada, pronta…”. Lucas ofrece similares detalles, la misma seña del cargador de agua que conduce a los comisionados hasta la casa donde se celebraría la cena. Jesús aseguraba que la sala “era grande y aderezada”.

El evangelista Mateo, uno de los doce, lleva hasta la escritura el hermetismo con el que Jesús manejó el lugar de la cena. Narra que el Maestro dijo: “Id a la casa de Fulano y decidle…” (Mt 26,17-21). Este evangelista no presenta pormenores sobre las condiciones del salón.

Era costumbre en Palestina que las casas tuvieran una habitación adicional, en el segundo nivel, con entrada independiente, para alojar visitantes. Varios pasajes de la Biblia aluden el asunto. En un aposento de este tipo celebró Jesús la Pascua con sus discípulos. ¿Será que mientras ellos comían el cordero con pan ácimo en el segundo nivel, abajo el dueño de la casa hacía lo mismo con su familia?.

Los evangelios no identifican al dueño de la vivienda y por calidad de la misma se intuye que fuera persona de economía holgada. Colaboró con la causa de Jesús, pero prefirió –quizá para cuidarse- no juntarlo con su familia a compartir la cena.

Pedro y Juan vieron a ese hombre cuando lo visitaron por mandato de Jesús. Él los llevó al piso de arriba y les enseño el cuarto grande con la mesa y otros muebles alrededor. Todo adecuado para la actividad, la habitación estaba “pronta” para la cena de los huéspedes.

Se ha opinado que el propietario del inmueble era desconocido de los discípulos, pero también se ha dicho que era conocido, pero que Jesús no quiso dar su nombre para que Judas no se enterara. Lo cierto es que en esa casa se produjo la institución de la Eucaristía, allí lavó los pies de sus discípulos y pronunció Jesús su sermón de despedida.

Los apóstoles usaron ese lugar como refugio después de la muerte del Maestro. Allí los encontró después de resucitar y comió con ellos. Por el hecho de la cena, el lugar pasó a llamarse Cenáculo. Ahí tuvo lugar la asamblea en la que los apóstoles escogieron a Matías para sustituir a Judas y allí recibieron al Espíritu Santo, conforme se relata en hechos de los Apóstoles (Act 2,1-4).

En 2014 el papa Francisco visitó el Cenáculo de Jerusalén, y explicó las siete claves que tiene para los cristianos este importante lugar. El Pontífice pudo celebrar misa gracias a un permiso especial concedido para la ocasión, pues los judíos consideran que los cristianos no pueden “interferir” aquí porque afirman que este lugar está construido sobre la tumba del rey David.

¿Pero de quién era la casa? Hay especulaciones en el sentido de que perteneciera a José de Arimatea, el mismo que era propietario del sepulcro en el cual fue depositado el cadáver de Jesús. Este hombre tenía riqueza y poder político –era miembro del Sanedrín- y lo vinculaba a Jesús el afecto familiar, pues era hermano de su abuelo, Joaquín.

Definitivamente, ese colaborador anónimo de Jesús merecía más nombradía.

El Nacional

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