Opinión

La ciudad violada

La ciudad violada

(A Miguel, Silvano, Condesito, René, Grey, Jacques… a Rubén, viejos truenos cuyos cantos aún revientan los cielos)

Recostado en el banco herrumbroso, recuerdo vagamente los reflejos de la ciudad violada: vislumbro entrecortados por transparencias y entre saltos y espejismos memoriales, los edificios con sus canas colgantes, filtrándose entre claroscuros perlados. Podría, así, quebrar la simetría del viento, confundir la castradora sequedad del polvo y elevar mi condición de espectador al arbitrio de lo agotado, al atosigamiento que desgaja la nostalgia.

Pero, ¿para qué estos recuerdos si volveremos al reencuentro de las miradas arrebatadas, a los pasos contados, a las espaldas arqueadas, a los estruendos de la ciudad violada? Porque allí, en ese entorno donde la bruma se levanta justo donde el Ozama desaparece para verterse sobre el mar, mis pies caminan junto a las sombras y las evocaciones se abaten entre la infinitud del tiempo.

Y es ahí, en esa cavidad del sueño, donde la neurona del amor nutre la angustia y alimenta las lágrimas contra olvido y plenitud. Así, podría morir la flor, volar el moscardón sobre el vitral del espejismo, agonizar la esperanza donde yacen las cenizas; así, podrían escapar mis recuerdos a la censura —sin fragmentos— a una medida sin extensiones, sin protuberancias, sin ahogos, y los humus fluirían entre las hojas, flotando lentamente por El Conde vulnerado y adentrarse en la presencia del crepúsculo.

Voy a incorporarme, voy a sacudirme del dolor, del escalofrío que recorre mi testuz como una agitación de sol y luna, aunque debiera estar tirado y arrinconado en esta huella de dolor, en esta nada compartida, donde los destellos de la ciudad no ceden. Debiera permitir la quemazón del aura; debiera abrir una grieta a la esperanza tardía, a la agonía de una ternura que expira.

¿Sería alguien capaz de mostrar la cima remota, el desliz de la gruta abierta en el corazón de esta ciudad violada? ¿Tendría fin la osadía de la cayena en el huerto de los truenos? No, no hay pánico: no debería haberlo. ¿Para qué, para qué aplastar la ilusión sin enmendar el error de los fugados? No podría haber pánico, porque no es tan difícil, tan estéril, expresar la infinitud del perdón por los olvidos orquestados.

Pero está ahí, humillada, la ciudad de Ovando, arropada en la desgarrada ciudad de Trujillo, en la desbordada ciudad de Balaguer, en la corrompida metrópoli de Leonel; está ahí, donde cayeron los dioses; allí donde el nacimiento del arroyo se vuelca entre fangos de sufrimiento, allí donde los terrones del jardín violentan los juncos del amor.

El perdón podría estar ahí, sin mayúsculas, sin la algarabía de la venganza, sin los sonidos de la histeria: está ahí como la mejilla de un niño, como la cargada ubre del destete, o como una sensación de frío. Sólo hay que hacerse dueño del mechón de luz;
sólo hay que remediarlo, de encontrarlo con un diminuto soplo de ternura y una lágrima revuelta entre sonrisas compartidas.

El Nacional

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