Opinión

La eterna búsqueda

La eterna búsqueda

No, no deseo alcanzar el éxito ni ganarme la gloria. Lo que busco es encontrar ese espacio trascendente en donde puede ser posible establecer la igualdad, la consonancia y la equivalencia necesarias entre valores, virtudes y sentimientos. Sin embargo, la búsqueda de este desiderátum comienza bajo un lucero cuyo nombre podría ser la utopía de otra revolución, de otro sacudimiento social que golpee conciencias y podredumbres y cuyo estallido repercuta justo allí donde las soledades inventan las nostalgias y congojas, prosiguiendo ad infinitum, o hasta que las toxicidades se diluyan entre los tiempos bienaventurados, espacios maravillosos en donde la claridad se empina alta para no ser tocada y niega las contradicciones.

Nadie estará a salvo, nadie, de la eterna búsqueda: ni siquiera los callados de siempre, los permanentemente atados a los eventos, los buscadores sedientos de prebendas, los acurrucados entre la coba, el lamepolvismo y los oportunismos, esas sanguijuelas que se alimentan de las lágrimas y los dolores ajenos y que auspician siempre las mismas consignas: las loas, los continuismos y la corrupción.

En la búsqueda perdurable de las sonrisas utópicas y los júbilos, no se salvarán los perpetuos amantes ni los herederos de oportunidades, como tampoco los huidizos cobardes cuyas traiciones provocan los saltos y retrocesos de la historia.

Entonces, ¿por qué nos empecinamos en martirizar la esperanza, ya leve por los maltratos del camino? Por eso, las promesas no serán seguras aunque presenten la esperanza en bandeja de oro. No, ya éstas —las promesas calcadas de las viejas frustraciones— se hundirán en los pertrechos de un postmodernismo que se volverá pasado.

Así, secos estarán los manantiales y agobiadas las fuentes por donde debe fluir la savia, cuando las esperas se petrifiquen y estallen, ahogándose en las sequías de la angustia. Sí, secas estarán las penas cuando el amor se haya esfumado en amarga furia.

Pero ella estará siempre ahí, la eterna búsqueda, la huidiza recompensa de los amores recónditos. Siempre estará ahí, como un espejismo de oro, como una gota de miel, como una lejana sonrisa. Sí, estará ahí, sin el fuego de Prometeo: siempre alerta y tan lejana, tan cercana, tan distante, tan próxima y tan silente.

Podría ser que la eterna búsqueda sea manejada y reducida al nivel del escarabajo, o que los pensamientos ya no vuelen como luciérnagas por los mensajes de odio que recogerá el camino. ¡Pero no hagamos caso! Lenguas de tinta y papel navegarán hacia los puertos; se engranarán las palabras a prédicas groseras, a códigos perdidos y caerán como gajos de martirio las ideas vengativas para distraer en vaivén los esplendores del alba.

No, no hagamos caso a las señales primeras del relámpago electrónico, ni tampoco huyamos por las hendiduras del ocaso en la búsqueda final del arcoíris, porque es el ruiseñor quien cantará siempre la mejor poesía bajo la primera señal de la primavera: sí, aquella señal por donde el sol se filtra entre la fronda y detiene las voces presurosas del olvido.

El Nacional

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