Opinión

La gratitud

La gratitud

Existe una fatal tendencia en la condición humana capaz de lanzar en el olvido  gestos, acciones y posturas solidarias. Todos, en el trayecto de la vida, recibimos el regalo divino de los amigos, relacionados y familiares que acuden en auxilio en tiempos de dificultad.

                        Muchos olvidan la mano amiga. Otros mantenemos para siempre deudas de agradecimiento.

                        Mi barrio, Ciudad Nueva, representó esa auténtica manifestación de respaldo a una familia que, como la nuestra, enfrentaba los desbordamientos policiales en los años ‘70. Tan frecuentes eran las “visitas” a la  Francisco J. Peynado #13 de los agentes de la Fiscalía y del Servicio Secreto que sus encuentros en esa tercera planta se hicieron parte del día a día.

                        En el colegio Santa Teresita, la solidaridad de Minetta Roque: jamás aceptó el pago, y hasta Papito, el chofer de la guagua que nos recogía en las mañanas, reprochaba el intento de pagarle por garantizarnos  transporte seguro.

                        Esas acciones, junto a los amigos que ayudaron a esconder a mi madre y regalarnos un plato de comida, se mantienen en mi memoria. Recuerdo con enorme alegría al doctor Héctor Cabral Ortega, que nos llevaba a Flomar a comprar  telas, y el sastre Cartagena ponía su destreza para hacernos lucir la ropa.

                        Esos años dieron paso a una adolescencia donde la solidaridad también se expresaba. Mis primeros tenis Converse, regalados por Jesús de la Rosa y las salidas a jugar baloncesto al exterior representando al país se hicieron agradables cuando Orlando Sánchez Díaz me entregaba los 100 dólares para no resquebrajar el presupuesto familiar.

                         Lo que soy, está profundamente vinculado con mis tías Zoila, Violeta y Miriam que siempre cargaron conmigo ante los compromisos de una madre que estaba casi siempre presa, y el resto del tiempo, en el exilio como resultado de la situación política. Y por la vía paterna, mis tías Hilda, Maritza y Marina establecidas en New York hace más de tres décadas, siempre empeñadas por saber de Fabricio y de mí.

El Nacional

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