Opinión

La manía de narrar

La manía de narrar

2
Aquel día del encuentro con Trujillo ni Johnny ni yo nos bañamos en La Toma. ¿Para qué, si estábamos muertos de miedo y deseosos de regresar a nuestros hogares? Johnny me detalló que su madre no le dio mucha importancia a lo acontecido, y yo le confesé que la mía no me había creído.
—¿Cómo? —Se sorprendió Johnny—. ¿No te creyó?
—No, Johnny, no me creyó.

Lo que Johnny no sabía era que mi madre se había acostumbrado a mis invenciones constantes, a una manía que vivía en mí, inventando historias, contando cosas que se incrustaban en mi mente, ya fuera de noche mientras soñaba, o cuando en mis momentos de soledad me transportaba a lugares fantásticos, teñidos de colores brillantes y enmarcados de orlas doradas. Esta manía, al parecer, había nacido conmigo, fortaleciéndose con la lectura de paquitos, esos comics que vendían en forma de revistas o insertados en el diario favorito de aquella época, El Caribe, así como con la lectura de los libros de la biblioteca de mi abuelo, heredada por mi madre y la que, tras las constantes mudanzas debido a los traslados de mi padre, se alojaban en múltiples baúles en la habitación que ocupaba.

En mi infancia, al narrar algo, inventaba historias y me hacía cómplice de lo narrado, porque narrando me convertía en Superman, en Mandrake El Mago y podía cabalgar sobre el caballo del Fantasma o hacerme invisible a pleno día.

Pero también me convertía en los maravillosos personajes de Dickens, en el lobo de Caperucita, o me transfiguraba en un enanito de Blancanieves, o en Hansel, emulando a los hermanos Grimm. Narrando me transformaba en otro, en el sujeto de lo narrado, y podía combatir las injusticias del mundo, porque sospechaba que el país estaba plagado, tal como hoy, no sólo de injusticias, sino de prepotencias, odios y crímenes. Para mí, narrar era ser libre, ser héroe y antihéroe.

Y por esa manía —que me hacía presa de un mundo fantástico que me ataba constantemente a la invención de ficciones— mi madre confundió el episodio de Trujillo con lo que ella consideraba mis mentiras, con otro de mis escapes a ese otro mundo donde bullían en mi imaginación hadas, superhéroes y conquistas. Sí, por eso mi madre no me creía cuando le contaba algo y me obligaba a jurar frente a una imagen de la Virgencita de la Altagracia de que sí, de que era verdad lo que le narraba.

Cuando en 1952 San Cristóbal estrenó el Instituto Politécnico Loyola, el profesor Batista, quien viajaba diariamente desde Baní hasta la academia, descubrió esa manía que me dominaba y, en uno de los recreos, se acercó a mí para preguntarme:

—Castillo, ¿por qué cuentas tantas historias falsas? ¿Por qué inventas episodios inexistentes en las conquistas de Alejandro Magno y Julio César?
Y mi respuesta al profesor fue sincera:
—No las invento, profesor. Ellas están ahí, en mi mente, y no las puedo dominar.

El Nacional

La Voz de Todos