Opinión

La niña mimada

La niña mimada

El dictador Ben Ali, quien durante más de 23 años sojuzgó a los tunecinos, era una niña bonita de Occidente en los países árabes. Las grandes potencias sabían que los progresos democráticos y económicos que exhibía Ali no eran más que fachadas, pero optó por hacerle el juego. Pero como todo en la vida, hasta un día. El sacrificio del licenciado en informática de 26 años de edad, que es bastante en una nación con tantas restricciones, fue el detonante que terminó con la paciencia de los tunecinos.

El joven, además de tener que ganarse la vida como vendutero, tuvo que padecer la represión de la Policía. Entonces fue cuando se incineró a lo bonzo. Hasta ese momento Occidente, en especial la Unión Europea, todavía cortejaba a un gobernante que por los niveles de corrupción que caracterizaba su ejercicio era más bien una réplica de “Ali Babá y los 40 ladrones”.

Si los jóvenes no hubieran tomado las calles en un movimiento que se extendió por unos 28 días, hasta que el dictador temió por su seguridad, y huyó cargando con todo lo que pudo, lo más probable es que todavía estuviera disfrutando de siniestros halagos a nombre también de una alegada cooperación contra el terrorismo.

La revuelta popular que derrocó al clan tunecino, por demás dueño de todos los negocios que en ese país dejaban dinero, adquiridos con los recursos del poder, es una lección tan contundente para Occidente como las siniestras explotaciones en el antiguo Congo Belga del rey Leopoldo III.

Con tal de que les garanticen sus intereses los países desarrollados y los organismos internacionales se prestan a las censurables manipulaciones contra pueblos cuyo único recurso es algún día tomar las calles. Acuciados por el sufrimiento, los tunecinos se rasgaron el velo para ver la magnitud de los problemas que los sumergían en la miseria. A Occidente no le ha quedado más que aceptar la realidad, pero sin mea culpa.

El Nacional

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