Opinión

Las caóticas prisas

Las caóticas prisas

Cada vez que me encuentro acorralado en uno de esos horribles tapones viales que consumen nuestra paciencia, o en las vocinglerías donde cada cual pide ser atendido primero —ocasionados principalmente por las prisas—, recuerdo el enunciado de José Ortega y Gasset de “camina lento, no te apresures, que al único lugar a donde tienes que llegar es a ti mismo” (“El espectador”, 1916-1934).

Y recuerdo a Ortega y Gasset porque desde siempre, desde que se abrió el péndulo de crueldad sobre nuestra isla y las terribles naos aprisionaron nuestras costas estrellando sobre nosotros encendidos odios, avaricias y trampas, las prisas han abrumado nuestra historia y son ellas las que, aún, nos perturban y bloquean.

Sin embargo, fueron la paciencia, la quietud y la paz las que hicieron posible que los chinos lograran desarrollar los extraordinarios inventos que revolucionaron la historia: la brújula, la imprenta y la pólvora.

Y fue también a partir de esas mismas paciencia y calma que Sócrates alcanzó la cúspide del pensamiento humano a través del cuestionamiento (la mayéutica); que Galileo dirigiera sus ojos hacia el cosmos; que Leonardo conquistara la perfección de la imagen; que Newton elaborara su teoría sobre la ley de gravitación universal; y que Einstein descartara la contingencia de un espacio-tiempo absoluto del Universo, unificándolos.

Porque las prisas —las caóticas prisas—se han aposentado sobre nuestras cabezas nublando los sentidos y empujándonos hacia el desorden y el nocivo stress. Las prisas han sembrado de incertidumbre nuestros amagos libertarios abriendo las puertas a grandes tribulaciones históricas; las prisas han catapultado desacuerdos, falsos entusiasmos e inútiles búsquedas, fundando privilegios a canallas que nos han vendido —y aún venden— obligándonos a sentencias y ataduras alienantes.

Las prisas —siempre las retorcidas, las malditas prisas— nos han aguijoneado, bloqueado y ofuscado, encegueciendo nuestro destino. Pero, ¿hacia dónde nos conducirán estas prisas milenarias? ¿Hacia cuál sombría señal nos llevarán estas prisas? ¿Hacia cuál trampa nos transportarán para acorralar nuestras metas?.

Por eso me pregunto constantemente, ¿para qué este vértigo de velocidad colérica? ¿Para qué calzar los pies con un hálito de espanto? Porque, ¿alcanzarán las prisas para valorar la vida y arribar a las estrellas? ¿Para qué aprisionar entonces nebulosas y asir soles y aerolitos alrededor del eterno día… si se nos escapa la calma, el sosiego?.

¡Ah, si las prisas se transformaran en calma, en quietud, y nos condujeran al sendero de la placidez! ¡Ah, si un júbilo de gloria abriera su abanico, descorriendo el lado brillante de los tiempos! ¡Ah, si pudiésemos desterrar las prisas! ¡Cómo se aquilataría el valor de las sonrisas, las miradas de los niños y los consejos del anciano! Entonces se repartirían los silencios y nuestras ciudades y campos se convertirían en múltiples saludos… en una esplendorosa alegría! .

¡Sí, cómo nos abrazaríamos gozosos, arribando a la sagrada ataraxia, a ese estado de ánimo tranquilo, a ese orden vital epicúreo con el que los humanos lograríamos la comprensión y la felicidad!

El Nacional

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