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Las peleas al puño

Las peleas  al puño

La proliferación de armas blancas y de fuego en la población dominicana ha determinado que las peleas a puñetazos sean cada vez menos frecuentes. Y de ahí que los homicidios se produzcan a veces por discusiones que surgen entre automovilistas cuyos vehículos no han chocado siquiera levemente.

Recuerdo que en los años de la década del cincuenta era casi obligado por parte de los hombres no evadir enfrentamientos de características boxísticas ante cualquier provocación.

Y si un hombre no reaccionaba ante un insulto, automáticamente era calificado de cobarde, poco hombre, y hasta de mujercita.
A mediados de la citada década fui testigo presencial de una pelea entre un hombre aparentemente de carácter pacífico y dos tiguerones provocadores.

En un modesto restaurante, estos últimos lanzaron epítetos insultantes al fortachón, quien desde su mesa lucía sereno y hasta indiferente frente al agravio.

Cuando el calmado caballero pagó su consumo y salió del lugar, fue seguido por los dos individuos, y uno de ellos le aplicó un empujón por la espalda.

El agredido se volvió rápidamente, y con pose de boxeador se fue acercando a sus contrarios, y sacudió al que lo había empujado con una trompada en la boca.

El golpe lo dio con la mano izquierda, y casi al mismo tiempo se viró y derribó al otro con un derechazo en la frente.
Durante la pelea, que duró unos diez minutos, el ecuánime contendor demostró que había practicado el deporte de las narices chatas, porque sus avergonzados rivales abandonaron el improvisado coliseo al mismo tiempo, casi corriendo.

Al igual que el victorioso pugilista secreto, soy de temperamento pacífico, pero sin embargo, y respetando el código machista que aún impera en la sociedad dominicana, he sostenido algo más de veinte combates a puñetazos.

Con mis amigos migueletes Arturo Díaz y Agustín Sánchez me emburujé a las trompadas varias veces, especialmente con el primero, que durante mucho tiempo me dispensó una beligerante animadversión.

Turo, apodo del primero, por lo menos una vez por semana, cuando se topaba conmigo en cualquier sitio, se cuadraba como un púgil, y la batalle se iniciaba.

Como estas invitaciones al combate se hacían a veces cuando me encontraba conversando con alguna muchacha en plan de cortejo, consideré que tenía que ponerle fin a esta engorrosa situación.
Una noche en que las calles de la capital lucían desiertas por las lluvias que habían caído, llegué a la casa del combativo vecino, y lo invité a que peleáramos sin límite de tiempo en un sitio propicio.
Elegimos el fuerte de la época colonial ubicado en la calle Juan Isidro Pérez casi esquina Santomé, y allí estuvimos peleando durante unos veinte minutos aproximadamente.

De pronto suspendimos las trompadas, jadeantes, el con un ojo casi cerrado, y yo con la nariz rota sangrando, en aquel final de nuestros duelos frecuentes.

Con Agustín, y por la amplitud de su pecho y el grosor de sus brazos, yo combatía medio asustado, por lo que no ponía la necesaria fiereza en nuestras peleas.

Pero el día que descubrí que el tipo era medio desforzado, pese a su corpulencia, me empeñé a fondo y terminamos empatados un match que nos llevó a reanudar nuestra suspendida amistad.

Una amiga del barrio, auténtica marimacho, que jugaba con nosotros desde beisbol callejero hasta a los taquitos con bolas de vidrio, se emburujó al puño con un muchacho, que andaba como ella por los años de la adolescencia.

Andaban en medio de una especie de empate técnico en las trompadas, cuando de pronto ella le echó mano a los testículos de su contrincante, poniéndolo a emitir alaridos de dolor.

La subsecuente pérdida de fuerzas del varón por el apretón lo llevó a pedir cacao, como se dice en el argot popular, y desde entonces se le echaba en cara que había sido derrotado por una mujer.

Una pelea que ni mis amigos migueletes ni yo hemos olvidado fue la que eché con Chiro, apodado El gavilán, que gozaba de fama de come hombres.

Fue en el callejón de San Miguel llamado Sal si puedes, y creo que la cantidad, velocidad y fuerza de las trompadas, fue un factor importante de los gritos entusiastas de los numerosos espectadores de la refriega.

Creo sinceramente que pese a que muchas de esos pleitos culminaron en lesiones de consideración, no pueden compararse con los enfrentamientos con armas blancas o de fuego de estos días.

El Nacional

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