Opinión

Lo que dije en el cóctel

Lo que dije en el cóctel

Siendo estudiante de Derecho, por mi propia y libre voluntad, hice una costumbre presentarme todas las mañanas en las oficinas de mi padre; años después, cuando me incorporé al ejercicio profesional, pero ya respondiendo a mis deberes, extendí la costumbre hasta la tarde, y en ocasiones, hasta la noche.

Aunque me parece que transcurrieron con pies de plomo, lo cierto es que durante poco más de 22 años laboré en la casa que mi padre, con sacrificio, adquirió en 1984 en la calle Manuel Rodríguez Objío, allá en Gascue, que entonces era, o al menos eso creo, el centro de la ciudad.

No me fue fácil abandonar aquella oficina; tuve que derribar las puertas de los recuerdos, y de no haber sido por el apoyo emocional que me ofrecieron mi esposa Laura y doña Ana, la esposa de mi padre, todavía seguiría allá.

Pero todo tiene un fin, pues la vida es un permanente fluir de cambios ante cuyo proceso dialéctico es preciso inclinarse si no queremos terminar vegetando en un sombrío recodo del pasado.

Aquella oficina cumplió felizmente su misión, pero era hora de acercarla a sus clientes, y ganado por esa esperanza, que según Oscar Wilde es un cheque que los hombres giran contra un banco donde no tienen cuenta, me dispuse mudarla. Y como no hay goce alguno si no se comparte con los demás, el pasado miércoles presenté las nuevas instalaciones a amigos y clientes.

Al hablar en el cóctel que ofrecimos, prometí que tanto yo como los demás miembros de la firma seguiremos esforzándonos intelectualmente para exceder las expectativas de nuestra clientela. Después de todo, el Derecho me corre por las venas, y del mismo modo que lo hizo mi padre, seguiré consagrándome a ella hasta que Dios disponga, animado por el interés de contribuir a reducir la hiriente distancia que ha mediado y sigue mediando entre el Derecho y la noción de Justicia.

 

 

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