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Los amos de la droga

Los amos de la droga

En el imaginario popular (que es amplio y siempre latente) de los dominicanos en Nueva York se tiene la firme creencia de que fue un quisqueyano que inventó el crack, esa droga potente, devastadora, y que de tan sólo sentirla el cuerpo gana un eléctrico gozo y luego por el continuo uso, se resquebraja y se convierte en sinónimo de guiñapo.

Sospecho que eso se afirma con una mezcla de orgullo y de dejar por sentado que el dominicano se las sabe todas. Aunque de una materia oscura se trate.

De eso yo no tengo certeza. He preguntado para confirmar la tesis. He indagado en Internet, pero a la verdad que los datos son escasos, y las líneas que se refieren al tema son difusas.

Lo último que supe fue que su inventor (después de amasar fortuna y engordar su leyenda) anda por ahí, en un barrio de Villa Francisca, sin un centavo, con pocos sentidos en funcionamiento, sólo con el ingrato referente sobre su oscuro oficio, causante de tantos difuntos. Se llama Santiago Luis Polanco. Y como todo ilustre delincuente, se le conoce más por el alias: “Yayo”.

De lo que fue en época gloriosa, sólo, me dice un amigo, le queda el nombre y una figura miserable. No sé si es cierto. Tal vez esté muerto, o quizás dándose por ahí la gran vida.

Y es que el papel de los dominicanos en el tráfico de la droga también alimenta el imaginario de quienes combaten ese delito. Ahí estamos en los primeros lugares, cifras, estadísticas, cantidad de deportados, cárceles, son pruebas irrebatibles.

No hay que esforzarse mucho para uno percatarse de que rostros amulatados aparecen con frecuencia en “Most wanted” y que como ocurrió hace unos días, un agente de la DEA mencionó que los dominicanos tenemos un papel estelar en el tráfico y consumo de drogas que afecta a los Estados Unidos.

En un reportaje aparecido en el periódico El País sobre la lucha contra el tráfico de drogas el susodicho agente menciona tres veces el papel de los dominicanos en este oficio donde vilezas se derraman. Si no se le puede acusar de maldad en esta actitud o de prejuicio, sí de que posee una consistencia críptica y molestosa para embarrar el nombre de los dominicanos.

Algo hay que reconocer: el agente además de hablar con insultante autoridad, también habla con números. Los números le ayudan y la realidad ni se diga.

Desde los años 80 las cárceles se llenaron de dominicanos, además la cantidad de deportados se incrementaba de forma alarmante. Aún hoy día con frecuencia llegan aviones repletos de dominicanos luego de purgar largas condenas por tráfico de drogas. Muchos de esos jóvenes se tapan el rostro, asomándose un dejo de vergüenza que no logró borrar la calle.

No fue gratuito ni casual que jolopero, tumbe, cadenú, fuesen palabras que empezaron a formar parte del vocabulario callejero de los dominicanos de aquí y de allá. El lenguaje es parido por lo que sucede.

El boom del negocio de la droga fue en los años 80 y Washington Heights el epicentro. De la incorporación y el protagonismo de los dominicanos al negocio dan fe y testimonio, detectives rubios y amplias crónicas policiales. Desplazamos a mexicanos, colombianos. Tamaña proeza. Un amigo me dice que, además de imaginación para el negocio de las drogas, poseemos cojones.

A Hollywood, claro le ha fascinado el papel del dominicano en el tema. De ahí que aparezcamos en escenas famosas donde se requieran hispanos malos o que se dedican a cuestiones oscuras. Los guionistas se han dado banquete.

Otra teoría, pero que no pertenece al imaginario popular, es que los dominicanos ayudaron a florecer el negocio de las funerarias. Si los colombianos ponían y manufacturaban la droga, los dominicanos ponían los vendedores callejeros, además de los cadáveres que dejaba un negocio que se torna sangriento casi siempre.

Y ahí, como siempre, los dominicanos somos los primeros, o queremos estar en primera fila. Para la época de los 80 la matanza era tal que se llevaba a cabo en Washington Heights entre grupos rivales de drogas que las funerarias no daban abasto, y hubo que agregar frigoríficos para colocar los muertos y esperar varias semanas para poder velarlos.

Esa fue una época y un tema del cual no se ha documentado mucho y de vez en cuando alguien lo refiere con un carácter que tiñe y aminora la anécdota por el inexorable paso del tiempo. Conversé con una gerente de funeraria que dominaba el tema con la misma perfección que los muertos dominan el silencio.

De eso hablaré en el próximo artículo, por ahora, me resta decir que en la vida hay cosas con las cuales no es fácil lidiar (con las ex con las cuales se tiene hijos) y con la fama, bien o mal ganada, y los dominicanos tenemos fama de vendedores de drogas.

A fin de cuentas, los argentinos tendrán, para teorizar, la figura del compadrito; los dominicanos, en lo más alto del moño, al drug dealer.

El Nacional

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