Reportajes

Manaclas y la presencia invulnerable de Manolo

Manaclas y la presencia invulnerable de Manolo

olpeado por la  pálida neblina que como una memoria en trance  desova en el rocío, el manaclar se cierne sobre la mañana nimbada de ojos silvestres y de humos hogareños.

La luna se prepara como para una fiesta, dejándose ver entre las ramas del pomo, que huele a  ambrosía y que produce una lluvia mágica al abrirse en capullo su floresta henchida de primavera.

Una risible orquesta con plumas, presumida, con una arrogancia que da ganas de acercar la Navidad, tomándolo como excusa de escarnio, muestra en su ir y venir muy suyo, con el patetismo de un ave de signo conservador y un destino incierto, el pavo de la casa se enseñorea arrastrando su aleteo de macho de feria por el patio de Marina Rodríguez, ¡qué extraordinaria mujer!

Se halla decidido nuestro héroe alado- francamente un poco envejecido ya, talvez de celos, a impresionar a su consorte, una joven pava que, atendiendo a sus atributos femeninos, tiende a hacerse la sorda y la encontradiza.

El enamorado aumenta, en reacción al desaire, sus estallidos de ventrílocuo, sus rodeos ¡extraordinarios! y su fantástico aleteo innecesario, puesto que tiene a su mansa pareja disponible en todo momento y lugar.

Pero hay cada tipo de seres.

Además, como si el divino pavo lo entendiera perfectamente, el bulto -y como institución el chisme, según dijera Juan Bosch, no sin un lamento- es toda una cultura nacional.

Marina es una mujer que tiene la extraordinaria virtud de atender cortésmente a un centenar de invitados y quedarse con una sonrisa  pura entre las manos.

Vienen gradualmente sus parientes al novenario del padre fallecido hace un año -llamado comúnmente “vela de cabo de año”- y a monitorear, telescopio en mano, los misteriosos anillos de Saturno los del Club Astronómico de Santiago, capitaneado por Ramón Cáceres y Samuel Domínguez.

El planeta se muestra como albino, brillante en la noche fresca y  en razón de sus anillos, vistos de filo, un lejano caldero en el que hierven los astros su esperanza de evadir el tiempo.

Ya el estruendoso pavo, con el moco enrojecido sobre el pico enamorado y enojado y que cría (y enamora) dos pavas huérfanas,  su orgullo secreto, ha decidido amohinarse por ahí sin sufrir la risa que dejan sus poses, sus rodeos y su ¡dignidad! que si fuera la de un pavo real reventaría de vanidad ostentosa.

En Manaclas, Manolo alcanzó a monumento digno un cuarto de siglo después de su épica fallida que pudo haber tenido un desenlace menos deplorable, salvo el vacío de poder de 1963, posterior a las elecciones ejemplares destruidas por  el horror de la envalentonada caverna.

Hoy el nombre de Manolo es un devocionario dormido en las faldas de un bosque virgen que no conoce de  oscuras retrospectivas políticas ni de  un porvenir del año dos mil y tantos no menos desorbitado que la fiereza de un triste pavo con ánimos de actor de reparto.

Quedan flotando en la presencia invulnerable de Manolo, la fuente  transparente, el pomar innumerable, la montaña tachonada de pinos variables, la gente callada o bañándose ruidosamente los muchachos en un río cuyo puente nadie se atreve a mencionar entre los luctuosos: es el balneario del pueblo.

Manolo no es un nombre, es una generación que padeció a manos de alguna indiferencia nunca esperada-como Caamaño, en la continuidad de la saga trágica dominicana-, fue crucificado, muerto y sepultado y cada año resucita para recordarle el deber que tiene cada dominicano para con la decencia política, la democracia verdadera por construir.

Y la patria digna y amplia que con sus descalabradas expectativas de todo tipo,  no sea la vergüenza de la comunidad internacional, con acusaciones que reclaman una respuesta digna, libre de manipulaciones sobre manejo pulcro, distribución justa del presupuesto, una nueva manera de hacer política, y una visión social de la praxis que no sólo evita los temidos estallidos

Colectivos sino que le devuelve su condición humana a una enorme comunidad regularmente desasistida de todo.

Gente como Marina hace que se pueda creer.

El Nacional

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