Opinión

Marcas de la guerra

Marcas de la guerra

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Meses antes de aquel hito, de aquella fecha de conmoción, escarnio y esplendor que fue el 24 de Abril, los escritores dominicanos nacidos entre los años 1935 y 1942 —que contábamos entre los treinta y veintitrés años— nos encontrábamos rodeados de una relación de fenómenos completamente diversos: nos aguijoneaba un trujillismo achacoso y perturbador, en donde el recuerdo del dictador atosigaba nuestros sueños; nos deslumbraba el existencialismo sartreano —abrigado de planteamientos ateos y sorprendentes—, empujándonos a descubrir que el nacer estaba atado irremediablemente a la muerte; y también nos atraía el naciente fulgor de la revolución cubana, donde Fidel y el Che irradiaban un extraordinario encanto en el Olimpo mágico de la aventura, reflejando sueños y fantasías gloriosas.

Los jóvenes escritores de entonces, como Franklin Domínguez, con sus “Espigas maduras” espolvoreando el alma de las candilejas; como Marcio Veloz Maggiolo, que es hoy el indiscutido maestro de nuestra narratología; como Grey Coiscou, con su poemario “Raíces” catapultando un espacio poético señalado anteriormente por Carmen Natalia Martínez y Aida Cartagena Portalatín; como Ramón Emilio Reyes y Carlos Esteban Deive, que nos devolvieron la expectativa de los credos bíblicos; como Iván García, que junto a mí puso en escena el teatro del absurdo; como Miguel Alfonseca, que con su voz convirtió en presencia viva la metáfora silente de la angustia; como Antonio Lockward Artiles, que motivó los cultos en sus poemas y relatos; como Juan José Ayuso, que esgrimió y —y aún esgrime— la brevedad sobre la rampa de lo participativo; como Jacques Viaux, el silencioso profesor de francés domínico-haitiano, con una poesía que trascendía las fronteras y los siglos; como Jeannette Miller, la niña de la calle Doctor Delgado, que desbordó la paciencia de la urbe con sus atrevidos versos; como Héctor Dotel, que desvistió los fantasmas del sur en los cenáculos de la aurora; como Rafael Añez Bergés, que operó un teatro que vislumbró los nuevos tiempos; como Armando Almánzar Rodríguez, siempre dispuesto a narrar la utopía del cinematógrafo; y, desde luego, René del Risco, un tambor sonoro en la alborada, que transportó desde San Pedro de Macorís la alegría de las simbiosis para encurtirlas en esta ciudad, ya condenada a los enfrentamientos entre halcones y palomas.

Sí, aquellos jóvenes del ayer pretendido, del ayer conturbado, pero llenos de la pasión que bulle en la búsqueda del horizonte, fueron valiosos protagonistas culturales de ese movimiento de heroicidad y esplendor que, uniéndose al grafismo estético capitaneado por Silvano Lora y Ramón Oviedo, inyectaron a la revolución y la guerra patria de abril una luminosidad cultural que completó el círculo de la resistencia,

El Nacional

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