Opinión

MI VOZ ESCRITA

MI VOZ ESCRITA

Cuando escuché por vez primera el estribillo “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” del tema-salsa Pedro Navaja con que Rubén Blades recrea lo difícil que es sobrevivir en la selva de cemento que por siempre ha sido y será la ciudad de New York, jamás pensé que un ocasional reencuentro con una persona amiga me haría recordarlo con tanto regocijo.

Ocurre que a la entrañable Rosalía, condiscípula en el cuarto año de la secundaria, no la veía ni tenía referencia suya desde los años setenta, cuando su grácil figura juvenil la hacía más elegante, acaso por esa proverbial jovialidad  con que adornaba su carácter.  Por capricho de la suerte coincidimos en el “stand” de la editora Norma en la Feria del Libro del año pasado.

El impacto fue fulminante, aunque a duro esfuerzo pude reconocerla, su rostro casi angelical había desaparecido. De aquella piel tersa y suave, no quedó reminiscencia alguna. Sus ojos color esmeralda ya no tenían el brillo con que ella lograba contagiar su estado de ánimo, regularmente en alta, como suelen decir los estudiosos de la vida mental.

No obstante la alegría que proporcionan esos casos, confieso que una súbita depresión se adueñó de mí, y sin reparar en la condición herética de mi reacción, maldije al tiempo. Sin embargo, Dios quiso recordarme la constante prédica del inolvidable Padre Enrique (SDB). “A Dios rogando, y con el mazo dando”, nos machacaba el más auténtico de los salesianos que nos legara Don Bosco.

No hace mucho se produjo otro reencuentro entre Rosalía y yo, en el Conde peatonal, y el cambio entre su fisonomía del momento, y aquella que antes vi, es la expresión más cercana al milagro. Cuando le pregunté, sorprendido, qué había pasado, me dijo con la vivacidad de antaño y una satisfacción desbordante que su cambio facial se lo agradecía al doctor Pappy Fernández…

El Nacional

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